miércoles, 16 de septiembre de 2009

Cuento: Zapatitos nuevos

Al tercer intento, por fin lo logró. El derecho le costó más trabajo que el izquierdo, sería porque les hacía falta aflojar; pensó que aquello era normal con los zapatos nuevos. Lo bueno era que Isabel no sentía que le apretaban.

— Luce hermosa, nadie podría decir lo contrario — pensó Delfino.

Había iniciado una hora antes, después de las doce del día, hora en que llegó con Isabel. La ropa estaba acomodada sobre la cama desde antes. Todo era nuevo: desde los zapatos hasta la diadema. Primero, la limpió con mucho cuidado; pasó una toallita húmeda por las comisuras de su boca, alrededor de los ojitos y también en la barbilla. Había iniciado por los pies, le puso los calcetines que a la altura de los tobillos tenían un dibujo de Pluto, el perro de Mickey Mouse. De allí pasó a los calzoncitos verdes que le compró cuando Minerva tenía cinco meses de embarazo. Eran de ese color porque no pudieron saber antes el sexo debido a que no funcionaba el ultrasonido del centro de salud.

Con mucha delicadeza, como si no la quisiera despertar, le puso la playerita. Ésta se la había regalado Pancho; desde el día en que les preguntaron a él y a Bertha, si querían ser los padrinos, ellos les regalaban algo nuevo cada semana. Estaban muy contentos; Pancho y Bertha llevaban dos años queriendo tener un bebé pero no habían podido lograrlo.

— ¡Qué bendición para ustedes!, de verdad que me das envidia de la buena — le dijo Bertha a Minerva cuando ésta le dio la noticia. — ¡Muchas felicidades, mana!
— Gracias. Ya verás que pronto a ustedes también les llega. Nomás es cosa de tener un poquito de paciencia y de rezarle mucho a la virgencita. Si quieres, nos lanzamos a la Villita el día que quieras, igual nos vamos caminando desde aquí, para que la virgencita vea que hacemos un sacrificio. Ya verás que pronto vas a quedar panzona y nuestros hijos se van a criar juntos mana.
— ¡Órale pues! Me gusta la idea de ir a ver a la virgencita. Tú dices cuando...

Ya estaba toda la ropita interior puesta. Ahora seguía el vestido. Lo había comprado en la Lagunilla un día antes. Fue él solo, Minerva no lo quiso acompañar. No salió a comer para que el maestro lo dejara salir de la obra un hora antes. De todos modos ya sabía que con Don Sebas no había problema, pero, a pesar de la situación, no quería abusar. Ya había faltado dos días mientras Mine estaba en el hospital. Él no siempre había podido acompañarla aunque trataba de hacerlo para que el médico no le pusiera caras; cuando iba sola, Mine decía que la trataban muy mal.

— ¡Ya vienes otra vez! ¡A pero que lata contigo de veras! ¡Ya te dije que te regreses a tu casa mujer!
— Pero es que ya se pasaron las cuarenta semanas doc, ¿no es mucho ya? Una señora que conozco dice que puede ser peligroso.
— ¡Y dale con lo mismo! ¿Cómo quieres que te diga que es normal? ¿Quién sabe más, esa señora que dices o yo? No todos los niños nacen igual, hay algunos que se toman unos días más. Mira, regrésate a tu casa y deja de dar lata. Cuando ya sientas contracciones, entonces sí vienes y te internamos. Ahora vete, que tengo mucho trabajo.
— ¿Pero no me va a revisar aunque sea? ¡Ándele! Nada más para asegurarnos...
— ¡Ya vete carajo! Te digo que todo está bien. Mira que le estás quitando tiempo a personas que de verdad necesitan el servicio; ¿no ves la cantidad de pacientes que tengo? ¡La que sigue por favor!

— ¡Qué rechula se ve m'hija con su vestido! — Pensó Delfino mientras en su rostro moreno se dibujaba una tímida sonrisa; clarito vio que la niña sonreía también. Habían decidido llamarla Isabel, como la tía de Minerva que se había hecho cargo de ella cuando su mamá se fue a trabajar a los Estados Unidos, de donde nunca volvió.

Le puso en su cabecita la diadema. Hacía juego con el vestido, hasta arriba tenía una florecita de tela blanca, era un poco más chica de la que el vestido tenía a la altura de la cintura. Ese detalle es lo que más le llamó la atención, por eso se decidió a comprarlo. Terminó calzándole los zapatitos, primero el derecho y luego el izquierdo.

Tocaron la puerta y, sin esperar respuesta, la abrieron. Era Pancho.
— Ya llegó la carroza.
— Sí compadre, ya casi está lista.

Las lágrimas de Delfino mojaron la fría rodilla de su hija mientras terminaba de asegurar la hebilla del zapatito izquierdo.

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martes, 15 de septiembre de 2009

Relato: Hora de abrir

Son las nueve de la mañana, hora de abrir la puerta. No se abre sólo una puerta, se abre también un mundo de esperanzas e ilusiones. Ambos están juntos, de allí parte su fortaleza. Muchos recuerdos se amontonan en sus mentes y, por qué no decirlo, también en la mía. Haciendo una línea de tiempo, los primeros son los infantiles. Jugábamos los dos al salón de belleza. Con dos padres dedicados a eso, no podía ser de otra manera. Supongo que algún día la tucé a ella, o ella a mí, no lo recuerdo con certeza pero estoy casi seguro de que debió pasar. Íbamos los domingos al salón de mi papá para que nos cortara el pelo. Yo esperaba que se lo cortaran a ella para decirle: "te cambió la cara". Realmente cambiaban nuestras caras, las caras de toda la gente. ¿Cuántas veces se cortará el pelo una persona en su vida? Vamos a ver, pensaré en mi caso. Supongamos que voy a la peluquería cada mes y medio, esto me da unas ocho veces al año. Si vivo, digamos, setenta años, entonces estamos hablando de quinientos sesenta cortes de cabello a lo largo de mi vida. (El cálculo que acabo de hacer me recordó a Kundera y La insoportable levedad del ser, cuando Tomás calcula la cantidad de compañeras sexuales que ha tenido a lo largo de su promiscua vida, llegando a una fabulosa y envidiable cantidad). Los cortes de cabello que nos vamos haciendo reflejan el paso del tiempo y el transcurrir de nuestra vidas. Basta con recorrer con la mirada viejas (y no tan viejas) fotografías para darnos cuenta de la forma en la que nos marcan. Si llevásemos la cuenta precisa de ellos, indudablemente tendríamos un inventario completo de nuestro efímero paso por el mundo.

Recuerdo los días en que Fer o yo nos íbamos "a trabajar" a Princess. Mi papá nos llevaba de vez en cuando, cuando había vacaciones, para que estuviésemos en el salón. Recuerdo bien un par de ocasiones, aunque seguramente fueron muchas más. Ella también fue varias veces. Más tarde, ya adolescente, de catorce a quince años, yo estuve en el salón por un período bastante más prolongado. Fue durante la época que esperaba entrar a la prepa. Había salido en junio de la secundaria y en aquel tiempo debía esperar hasta noviembre para entrar a mi nueva escuela, así era el calendario de mi bendita UNAM. Durante buena parte de aquellos meses estuve trabajando en el salón, dando mis primeros pasos para aprender el oficio. Ángeles, una de las empleadas, me dio las primeras lecciones: aprendí a colocar carretes, técnicas básicas para cortar el cabello y aplicación de líquidos para no sé cuantas cosas. La idea era aprender para dedicarme a ese oficio, de tal forma que a futuro lo combinara con los estudios. No iba mal la cosa, llegué a hacer un par de cortes de cabello, mis primeras víctimas fueron Alfonso el conserje del edificio y Aldo, un vecino. ¿Qué pasó después? No lo recuerdo bien. En algún momento le dije a mi papá que ya no quería seguir porque "prefería hacer cosas más difíciles". De eso se acuerda él muy bien porque a veces mencionaba la anécdota cuando me veía haciendo algún trabajo o proyecto de la facultad. Yo creo que más bien fue la hueva, era más cómodo seguir siendo hijo de papi y dedicarme sólo a estudiar, que combianar el estudio con el trabajo. Bien decía mi abuela que "al trabajo y a los cingadazos no cualquier huey le entra". En ningún momento contemplé dejar de estudiar, así que entonces decidí dejar de trabajar. Después de aquel intento, seguí siendo hijo de papi y no volví a trabajar sino pasados cinco años, cuando en tercer semestre entré a trabajar a mi primera obra para ratificar o rectificar mi decisión de seguir estudiando ingeniería civil.

Quien no dudó fue ella. Comenzó a ir al salón terminando la preparatoria. Decidiría uno de tres caminos distintos: estudiar ingeniería en sistemas, ser educadora o dedicarse al oficio paterno. Nadie puede saber si fue la mejor decisión pero estoy seguro que cualquiera que hubiese sido, ella habría tenido éxito. En principio, se dio un año para probar el trabajo en el salón. Su primera maestra también fue Ángeles; no sé si ella pensaría que Fer abandonaría el oficio en el intento de la misma forma que lo hizo su anterior pupilo. Nada más lejos de la realidad que aquello. Fue el oficio que decidió adoptar para convertirlo en una verdadera profesión, en un arte, en un modo de vida. Sin embargo, aunque su decisión estaba tomada, siempre guardó en su mente el deseo de estudiar una carrera universitaria. He de decir que, muchos lo sabemos, además de trabajadora, Fer es una persona sumamente inteligente. Años después, decidió estudiar la licenciatura en administración. Su desempeño escolar fue extraordinario. Ya había demostrado su capacidad en la prepa y ahora tomaba revancha con la licenciatura. Su mérito fue triple: mientras estudiaba, nunca dejó de trabajar en el salón y además de eso, cargó con una enfermedad que a cualquiera hubiera tumbado; claro, a cualquiera menos a ella. Justo en la universidad fue alumna de quien hasta la fecha ha sido su compañero de vida, un verdadero regalo de Dios. Un hombre en toda la extensión de la palabra, un ser humano excepcional. Ricardo ha estado siempre con ella, animándola y apoyándola en todos los momentos en los que ha sido necesario.

Cuando Fer terminó de estudiar y se tituló con mención honorífica (no podía ser de otra forma), le renunció a mi papá. Además de que por diversas circunstacias la relación laboral y personal entre los dos estaba muy desgastada, ella deseaba forjarse un camino propio. Comenzó a buscar colocarse en algún salón para continuar con su preparación y seguir aprendiendo. En algún momento platicamos y le ofrecí algo: asociarnos y poner juntos un salón. Así lo hicimos. Leémbal fue uno de mis intentos por tener un negocio propio pero, al margen de lo que sucediese, era la oportunidad para que ella se independizara. Allí estaba presente, como siempre, mi mamá. Iniciamos los tres con mucho ánimo, juntos repartíamos volantes vestidos con nuestras camisetas rojas en Avenida Cuauhtémoc y Eugenia. Por diversas razones, la cosas no se dieron como nosotros hubiésemos querido. En algún momento decidimos abandonar ese local; recuerdo el sábado en que salimos a caminar para platicarlo. Ella lloraba amargamente, se sentía muy desanimada, decepcionada. Hice lo que pude por consolarla; por mi parte no había ningún problema, siempre había camino por recorrer. Se desmontó el equipo de aquel local y se mudó a casa de mi mamá, allí continuó operando el salón; en aquel momento, estoy seguro que esa fue la mejor alternativa posible. Allí, juntas, Fer y mi mamá, han sacado adelante hasta ahora el negocio y lo han visto crecer.

Han pasado más de cinco años. Hoy, Fer y Ricardo abren la puerta de su salón, de un nuevo proyecto. Una oportunidad, un sueño, una ilusión y un merecido premio a la constancia, a la entereza, a la disciplina, al amor que se tienen y a la fe que comparten. Compañeros en las buenas y en las malas. Muchas cosas han pasado desde aquellos días en los que Ricardo le daba clases de matemáticas a la alumna más dinosáurica de la Universidad Tecnológica Americana. Dios los bendice a ambos, pase lo que pase con este nuevo proyecto, ambos cuentan con lo más importante: se tienen el uno al otro.

martes, 1 de septiembre de 2009

Relato: Temporada de lluvia

Al inicio no llovía, sólo chispeaba. Decidí salir. Pude haberme quedado sin ningún problema; tenía “derecho” a un día descanso pues el día anterior participé en la carrera de diez kilómetros del Tec de Monterrey en Querétaro. Hice una buena competencia; tenía mucho tiempo que no bajaba de los cuarenta minutos y ese día logré completar el recorrido en treinta y ocho minutos con treinta y cinco segundos, mi mejor marca en muchos años. Sólo aquella vez en una carrera en el centro de la Ciudad de México, cuando tenía diecisiete años (ya llovió), poco antes de mi accidente en bicicleta, había logrado un mejor tiempo. Aquella vez cronometré treinta y siete minutos y medio, si no mal recuerdo. En esa época, abandoné las carreras de cinco y diez kilómetros para enfocarme a las competencias en pista de cuatrocientos y ochocientos metros.

Mientras la intensidad de la lluvia crecía y aceleraba el paso junto con Pupa y Lucas, me fui transportando a algunos momentos en el pasado en los que existieron ligas importantes entre mi afición por correr y la lluvia. A cada paso, Pupa, Lucas y yo pisábamos con firmeza la tierra mojada del camino por el que todos los días entro a los campos de cultivo de San Isidro y a la ribera de lo que queda del Río San Juan. Hace ya más de un año que corro por allí con objeto hacerlo acompañado por mis perros. La primera vuelta de cinco kilómetros siempre es con Lucas y Pupa, y la segunda, con Mateo y Chapis. De hecho, fue justo en ese lugar y haciendo lo mismo, corriendo con los perros, que Mateo llegó a mi vida para quedarse.

Estaba en la prepa, sería el año ochenta y nueve o el noventa por lo que tendría dieciséis o diecisiete años. Lo hice había hecho muchas veces, pero en especial tengo grabado aquel día. Desde la primera vez que lo experimenté, no he perdido la oportunidad para repetirlo. Aquella tarde comenzó a llover, me asomé por el balcón y el cielo nublado me indicaba que el momento era propicio. Con los shorts y los tenis puestos, llamé a Spencer, quien de inmediato acudió a mi llamado; tomé su correa, la aseguré a su collar y salí del departamento. El parque está a tres cuadras de la casa de mi mamá, así que no tardé ni cinco minutos en llegar. Quité el seguro de su correa y ambos vimos como la gente abandonaba el parque; mientras a los demás la lluvia les obligaba a retirarse, a nosotros nos llevaba a aquel lugar. No tardó en convertirse en una tormenta de esas que los habitantes de la Ciudad de México conocen muy bien. Mi bebé y yo éramos los únicos mamíferos en el parque (iba a decir que los únicos seres vivos, pero los insectos y las plantas también los son). Aunque corriendo con mi bebé perdí por completo la noción del tiempo, calculo que durante un lapso de cuarenta minutos o un hora, me olvidé del mundo y me sentí más vivo que nunca sintiendo como la lluvia me golpeaba el rostro, las piernas y los brazos. Mi fiel amigo, sólo se separaba de mí cuando algún olor le invitaba a retrasarse o adelantarse por unos segundos. Dejé de correr cuando la intensidad de la lluvia comenzó a declinar; poco a poco bajaba de mi nube y regresaba al mundo real. Spencer, al igual que yo, estaba completamente empapado pero feliz; en su mirada pude ver el éxtasis de aquella carrera vespertina bajo la lluvia que ambos compartimos.

Seguía trotando, los charcos con lodo eran cada vez más grandes y profundos. Procuraba evitar algunos mientras que otros los pisaba con fuerza. El olor es embriagante; la tierra mojada, los cultivos de maíz y alfalfa, y el agua del río cantando al lado de nosotros. Fue justo el olor a tierra, lo que me transportó varios años atrás, un par de años después de aquella carrera con Spencer. Estábamos entrenando en Ciudad Universitaria y era, como ahora, temporada de lluvia. El cielo estaba muy cargado, la lluvia era inminente. Comenzábamos a entrenar a las cuatro de la tarde; siempre iniciábamos con un trote de calentamiento previo antes de los estiramientos musculares de rigor. Dadas las condiciones del tiempo, Irma, mi entrenadora, dio a todos la opción de entrenar en le bodega; en lugar de entrenar en la pista, podíamos hacer ejercicios de fortalecimiento utilizando los colchones y demás equipo. Yo no dejaría pasar la oportunidad de sentirme vivo, como tantas veces, corriendo bajo la lluvia. Le pedí a Irma mi entrenamiento de pista para ese día: me asignó repeticiones de cuatrocientos metros; creo que dieciséis, con descanso de dos minutos entre cada una. Una vez más, a gozar y sentirme en comunión con el mundo. Sobre la pista de tartán sentía como mis pasos penetraban los charcos que se formaban al tiempo que las gruesas gotas golpeaban mi cuerpo. Después de pocos minutos, la playera me estorbaba; me la quité. Me quedé únicamente con short, calcetas y tenis; de buena gana me habría quitado toda la ropa (no lo hice porque estimaba mucho a mis compañeros de equipo, ¿qué necesidad tenían ellos de contemplar mis miserias?). Al igual que cuando lo hacía con mi bebé en el parque y en las múltiples ocasiones en que he corrido bajo la lluvia, la sensación de comunión con el gran jefe y con la naturaleza es maravillosa. Aquella vez en la pista pude contemplar el vapor que expedía mi cuerpo al ser enfriado por el agua.

Muchos otros recuerdos se traslapaban en mi mente mientras recorría los campos: la vez que, también en Ciudad Universitaria, trotábamos en el Jardín Botánico y un rayo cayó a pocos metros de donde pasábamos Fátima, Carballo, Pepe Piña y yo. Recuerdo también que en 2006, en la pista del Sope, en el bosque de Chapultepec, mientras entrenaba para el maratón de la Ciudad de México, bajo la torrencial precipitación me quité la playera y seguí mi entrenamiento, para vergüenza de la Pequeña. Ya instalado en San Juan, muchas veces he corrido de esa forma en el cerro de la Venta, en el parque de los Guzmán o en cualquier calle. De esta forma, aprovecho la temporada de lluvia para recordar que, en efecto, pertenezco a este mundo y conservo un fuerte vínculo con Dios y la naturaleza.

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