miércoles, 23 de diciembre de 2009

Fotos de Sabina

A petición pupular, algunas fotos de mi Pavlova Sabinowsky.





















domingo, 20 de diciembre de 2009

sabina: mi ángel





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y dile que la echo de menos,
cuando aprieta el frío,
cuando nada es mío,
cuando el mundo es sórdido y ajeno,
que no se te olvide,
es de esas que dan
siempre un poco más
que todo... y nada piden.
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Joaquín Sabina.
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Hola. Nuevamente estoy aquí, tomando el blog de mi papá para comunicarme. Como la gran mayoría sabe, estoy en casa con mis papás, nenes y bichitos desde hace poco más de dos semanas. Una disculpa para aquellos que no lo sabían aún; han sido días muy ajetreados en los que no he querido escribir sino disfrutar cada instante de la compañía de mis papás. Podría contar muchas cosas que me han pasado estos días, no me alcanzaría la vida para contarlas: la salida del hospital, mi viaje en el coche de mi abuelo Chava hasta San Juan del Río, el desconcierto de los perros por mi llegada, la necedad de los bichitos, la ropa que me queda grande, mis aretes nuevos, la inmensa alegría que tengo por estarme alimentando todos los días de mi mamá, la torpeza de mi papá para bañarme, las calabaceadas que le he echado a mi mamá cuando me cambia el pañal (¡ja, ja, já!), las visitas con mi doctora, el himno deportivo de la UNAM que mi papá me canta para dormir, mis ejercicios de estimulación temprana, todas las personas que han venido a verme (¡y todas las que faltan!), ¡uf!...
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Quiero contar un poco sobre mi relación con la Pupa. A ella la conocí desde el momento en que estaba en la pancita de mi mamá. Muchos de los que leen esto, saben la importancia que Pupa tiene en la vida de mis papás. Simplemente, ellos no estarían juntos y yo no hubiese nacido si no fuera por ella. Mi mamá me contó que hace siete años la encontraron en la carretera, saliendo de Aguascalientes rumbo al Distrito Federal; si mis papás no hubiesen pasado por allí en ese preciso instante, la habrían atropellado. Estaba muy chiquita, como yo. El hecho de que Pupa llegara a la vida de mis papás aceleró todo para que dos semanas después ellos decidieran empezar a vivir juntos en Cuajimalpa. Pasados algunos meses, las cosas entre ellos parecían no funcionar y se separaron. Sin embargo, mantuvieron contacto gracias a la Pupa; mi papá iba por ella todos los domingos para llevarla a pasear, ese había sido uno de los acuerdos de la separación. En una de esas visitas, mis papás se reconciliaron... ¡Y aquí estoy!
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A la casa de Cuajimalpa llegaron, además de Pupa, los gatos de mi mamá, Bichito y Bichita. Desde entonces, poco a poco la familia creció; unos se iban mientras que otros llegaban. Salomón y Bichita ya no están porque decidieron adelantarse en el camino pero llegarían Galatea, Chapis, Ángela, Andrés Manuel, Lucas y Mateo. Pupa también conoció a Spencer, un perro al que mi papá, mi tía Fer y mis abuelos quisieron muchísimo. Él murió de viejito hace cinco años.
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De todos los perros y gatos, Pupa fue la más sensible a mi llegada. Desde que estaba en la pancita de mi mamá escuchaba sus pucheros porque quería que le hicieran más caricias de las acostumbradas. Mis papás le explicaban que allí estaba yo y que pronto llegaría (¡y vaya que llegué pronto!). Pupa se les quedaba viendo, movía su cabecita, hacía pucheros y daba la manita. Desde allí formamos un vínculo muy fuerte e hicimos una especie de pacto.
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Vendrían muchos cambios. Cuando nací, Pupa dejó de ver a mi mamá durante más de un mes, mientras yo estaba luchando por vivir. Hasta mi incubadora en el Distrito Federal llegaba la energía de Pupa alentándome para que le echara ganas. Pupa, los otros perros y los gatos se sentían desconcertados, ¿dónde está mamá? ¿por qué mi papá está sólo? ¿por qué se duerme llorando? ¿por qué ya no nos dejan entrar a la recámara?...
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Cuando llegué todos se desconcertaron pero, otra vez, Pupa fue la más sensible. Desde el primer día, ella se echó en la puerta de la recámara, cuidándonos a mi y a mis papás. Al llorar yo, ella tembién daba unos pequeños sollozos y aullidos... Nos estábamos comunicando. Ella quería estar conmigo siempre para cuidarme, pero sabía que eso sería muy difícil.
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Hace un par de días se puso un poco malita, andaba más chilloncita de lo normal y mis papás la dejaron dormir en la recámara con nosotros. Me dijo que ya había encontrado una forma para cuidarme mejor, lo había decidido varios meses antes pero no me lo había querido decir. Anoche mi papá la llevó a San Gil con Ofelia; estaba su esposo Ricardo, también veterinario; ambos son maravillosos seres humanos.
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Pupa decidió que la mejor forma de estar siempre conmigo era convirtiéndose en mi ángel guardián. El cáncer ya tenía destrozados su hígado y sus riñones, desde las once y media está con Spencer, con Salomón y con la Bichita. Hace apenas dos días todavía fue a correr al río con mi papá y sus hermanos, estaba llena de vida.
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Ofelia le dijo a mi papá que la gente del campo afirma que los perros quieren tanto a sus amos, que dan la vida por ellos. Mientras yo luchaba por vivir, sé que muchas personas en sus oraciones le pedían a Dios que tomara sus vidas a cambio de la mía. Indudablemente que Pupa pidió lo mismo.
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Adiós Pupa, mi ángel guardián.

sábado, 28 de noviembre de 2009

28 días


Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en donde quiera que vayas.
Josué 1:9.

Hoy cumplo veintiocho días. La verdad es que estos días no han sido muy divertidos que digamos; como decía la última vez, mejor me hubiera esperado... ¡Yo que iba a saber! Las ganas de conocer a tanta gente maravillosa fueron más grandes que mi paciencia.
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Antes de contar algunas de las cosas que me han sucedido a lo largo de estas semanas, quiero dar las gracias a todos los que han estado al pendiente de mi. Han sido incontables las muestras de cariño hacia mi y hacia mis papás; si no fuera por todas sus oraciones y buenos deseos, las cosas serían mucho más difíciles para nosotros. De verdad, mil gracias a todos; que Dios los bendiga.
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Sé que gracias a tantas oraciones, estoy con vida y pronto saldré del hospital. Les pido de forma especial que así como han hecho oraciones para que yo me recupere, las hagan también por todos los amiguitos que he conocido en mis estancias por los cinco hospitales que he recorrido. Desafortunadamente, algunos de ellos no han tenido la suerte que yo he tenido y seguramente ahora ya no están entre nosotros. Por favor, te pido elevar algunas oraciones y pensamientos positivos por aquellos amigos míos que seguramente en estos momentos, mientras lees esto, se debaten entre la vida y la muerte. En verdad es triste saber que muchos bebés como yo se mueren por diversas causas. ¡Ojalá que todos pudieran sobrevivir!
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La única vez que hasta hoy había escrito, hace veintiocho días, comenté que trataría de escribir seguido para que todos supieran como iba. Las cosas se pusieron algo difíciles y hasta ahora no lo había podido hacer; por otro lado, mis papás han estado muy deprimidos porque, al igual que yo, ellos quisieran que ya estuviese con ellos. ¡Pronto mamá, ya falta poquito! No estés triste papá, sé que es difícil para ti estar lejos de mi mamá y vernos sólo los domingos pero ya pronto estaremos juntos en San Juan del Río con los nenes y los bichitos.
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Después de que por la ansiedad de llegar al mundo nací con dos meses de anticipación en el hospital San José, me trasladaron al hospital del IMSS de San Juan del Río. Allí, a mi mamá la dejaban estar mucho tiempo conmigo y mi papá me veía todos los días. En ese hospital por primera vez mi mamá me cargó; aunque fue muy poquito tiempo, nunca se me va a olvidar, fue muy bonito. Durante mi estancia allí, mi papá me leyó varios Salmos (me gustó mucho el número 23), los primeros capítulos del evangelio de Mateo y del Génesis. También me leyó un cuento que me gustó mucho, se llama Pulgarcito; mi papá me dijo que me lo leía porque Pulgarcito era chiquito como yo. De pronto, me puse muy malita; los doctores me diagnosticaron una infección en la sangre; me quitaron todo el alimento, me dieron muchas medicinas y me pasaron a un área especial. Fueron días muy difíciles; mis papás lloraban mucho porque me veían mal. Yo me la pasaba llorando porque tenía mucha hambre pero por la infección no me podían dar nada de comer.
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Los doctores de San Juan decidieron que debido a mi estado de salud, no podía seguir allí y me enviaron a otro hospital en Querétaro. Allí llegué el 8 de noviembre; me tuvieron cinco horas esperando en urgencias mientras me pasaban a la zona de recién nacidos. Fueron horas terribles para mis papás; conocí por primera vez a mi papá enojado. Él y mi mamá se desesperaron porque no me atendían, él comenzó a gritarles a los médicos y a las enfermeras; amenazó con demandarlos y todo; yo pensé que los iba a golpear. Gracias a eso, le hicieron caso y por fin me pasaron con los recién nacidos. Allí, un doctor habló con mi papá y le comentó que mi estado era grave; todos estaban muy preocupados. Mi papá se regresó con mi tía la Güera a San Juan y mi mamá se quedó con mi abuela Pilli y con Óscar en Querétaro. También ese domingo mi abuela Queta y mi tía Fer estuvieron acompañando a mis papás mientras estaban en el hospital de San Juan.
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Al día siguiente, el lunes 9, comenzaron a moverse muchos conocidos. Arturo, uno de los mejores amigos de mi papá, trabaja en el IMSS y le habló a algunas personas. Pilli y Óscar hablaron con un sobrino suyo que trabaja en la presidencia con Margarita Zavala, la esposa del enano espurio de Calderón. También, mi tía Fer contactó a una clienta suya, Rosa Isela, que trabaja en el Centro Médico de la Ciudad de México. Debido al maltrato de que fuimos objeto en el IMSS de Quererétaro, mis papás perdieron la confianza en ese hospital. Gracias a toda la serie de contactos, ese mismo lunes me trasladaron en una ambulancia al hospital de pediatría del Centro Médico del IMSS en el Distrito Federal; decían que allí tenían el mejor equipo, instalaciones y médicos para tratar casos graves como el mío. Para mí ha sido muy triste descubrir que para recibir un trato digno en instituciones públicas como el IMSS, hay que echar mano de influencias; ¿por qué no todas las personas pueden tener una atención digna y oportuna? ¿por qué se maltrata a la gente humilde que no puede defenderse? ¿cuántos niños mueren diariamente en nuestro país por falta de atención o por negligencia médica? Con tristeza me voy dando cuenta que hay cosas que no funcionan bien en el país en el que elegí nacer.
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Mi mamá se fue conmigo en la ambulancia; al principio yo venía tranquila pero después me empezó a dar hambre otra vez y comencé a llorar mucho. Pobrecita de mi mami, yo contemplaba su cara de sufrimiento por no poderme consolar. Hubiera querido dejar de llorar para que ella no sufriera pero en verdad tenía mucha hambre, eran ya muchos días sin probar alimento. ¡Perdóname mamá! Llegué al Centro Médico en la noche y de inmediato me pasaron, ¡vaya diferencia! Los doctores me atendieron de inmediato; me hicieron estudios y me valoraron. Comenzaron a retirarme algunos medicamentos y también ¡por fin! me empezaron a dar de comer. Primero poquito; después, como vieron que comía bien, me fueron aumentando las dosis.
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Durante los cindo días que permanecí en el Centro Médico, tanto mi mamá como mi papá estuvieron en el D.F. y se quedaron a dormir con mis tíos Fer y Ricardo; ellos son unos excelentes anfitriones, igual que mi abuela Queta. Mi mamá está de incapacidad, así que no tiene que ir a trabajar; sin embargo, mi papá sí faltó durante esa semana a las escuelas en las que da clases. Afortunadamente, en todos lados recibió mucho apoyo de sus compañeros e incluso de sus alumnos; sé que también que muchos de ellos estuvieron orando por mi recuperación. Mi mamá se está quedando en la casa de mi abuelo el Moyo, allí se siente acompañada por él aunque no deja de sentirse triste y de llorar.
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Algo maravilloso que me sucedió en el Centro Médico fue que me comenzaron a dar leche de mi mamá; ¡qué cosa más deliciosa! En verdad que no hay nada más rico ¡Mmmmmhh! Pero lo mejor que me ha pasado durante estos primeros veintiocho días de vida sucedió el miércoles 11; nunca lo olvidaré. La doctora Madrigal le permitió a mi mamá que me diera leche directamente de su pecho. ¡Ufff! Allí me di cuenta lo maravillosa que es la vida; ese día decidí que le echaría todas las ganas del mundo para sobrevivir y volver a alimentarme directamente de su pecho. Nunca olvidaré su mirada de amor mientras yo succionaba ese líquido delicioso y tibio. Satisfecha, me quedé dormida de inmediato; la emoción fue enorme. Desde aquel día, no deseo otra cosa que volver a alimentarme de esa forma; no nos han dejado los doctores hacerlo de nuevo pero sé que pronto lo haremos otra vez. ¡Te quiero mucho mamá! ¡Gracias por ser quien eres! ¡No me equivoqué al escogerte!
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Al día siguiente, me trasladaron al hospital del IMSS que está en la avenida Gabriel Mancera, en la colonia Narvarte. Nuevamente fue gracias a Rosa Isela que me dejaron allí; originalmente me iban a enviar de regreso a Querétaro pero gracias a ella y a su esposo, me dejaron en el D.F.; creo que fue lo mejor después de la mala experiencia en Querétaro. También recibí apoyo del Doctor Delfín, director del hospital de pediatría del Centro Médico, porque es gran amigo de mi abuelo Chava y de una prima de mi mamá... ¡Qué coincidencias y de nuevo que triste es que en mi país haya que recurrir a influencias para recibir un trato digno por parte de las instituciones públicas! Lo del Doctor Delfín fue muy curioso. Primero, la prima de mi mamá habló con él por teléfono y ya con esa referencia mi mamá lo visitó en su oficina. Una hora después, mi mamá recibió una llamada en su celular del mismo doctor Delfín diciéndole que mi abuelo Chava le había llamado para pedirle apoyo porque son muy buenos amigos. Mi abuelo y la prima de mi mamá se conocen porque todos son bohemios de corazón. ¡Qué mundo tan pequeño, tan pequeño como yo!
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Desde el jueves 12 que llegué al hospital de Gabriel Mancera he estado mucho mejor. Lo malo es que mi papá se tuvo que regresar a San Juan por su trabajo y para atender a los bichitos y a los nenes. Ahora sólo lo veo un ratito los domingos. Sin embargo, mi mamá y él hablan todos los días por teléfono y ella me platica de él. Sé que, igual que mi mamá, ha andado muy deprimido por no poder estar con nosotras; ¡ánimo papá, ya pronto salgo de aquí! Ya no estés triste, falta muy poco para que estemos juntos y me vuelvas a leer Pulgarcito, el Salmo 23 y el evangelio de Mateo.
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Es increíble la cantidad de cosas que pueden pasar en veintiocho días. Sería imposible contarlas todas. He conocido a muchos bebés y a sus papás; detrás de cada uno hay muchas historias. Dios los bendiga a todos. Por cierto, hablando de Dios; el martes pasado una señora fanática y muy metiche le dijo a mi mamá que me "deben" bautizar... ¿Y quién le preguntó? ¿Qué cosa es eso de que los bebés nacemos con un pecado y por eso "tienen" que bautizarnos? Pase lo que pase, mis papás han decidido que no me impondrán ninguna religión. Ellos piensan que Dios es mucho más grande que cualquier institución creada por los seres humanos. ¿Qué se creen los ministros de las distintas religiones para sentirse intermediarios entre Dios y las personas? ¿Cómo es que un señor que vive en un palacio y rodeado de riquezas dice representar a ese ser maravilloso que hace dos mil años vivió en la pobreza predicando un mensaje de amor, alejado de cualquier religión? Dios y yo tenemos comunicación directa, no necesito de ningún intermediario.
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Por mi salud han orado muchos laicos, católicos, protestantes, judíos, testigos de Jehová y hasta musulmanes. A todos se los agradezco de corazón porque sé que cada quién lo ha hecho desde su muy respetable fe. ¡Bendita sea la libertad de credos y bendito el respeto por las creencias de cada quién! A esa señora del Opus Dei le digo que no se meta en lo que no le importa; allá ella y su fanatismo medieval, que tenga las creencias que quiera pero que respete a los que pensamos de forma distinta.
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Durante este par de semanas, poco a poco he ido ganando peso. Los doctores dicen que estoy muy bien, ya sólo estoy en fase de recuperación. Tengo un pequeño soplo en el corazón, pero nada de cuidado. Nací pesando mil 450 gramos; por la infección, bajé hasta menos de mil 200 pero ahora ya estoy cerca de los mil 700 gramos. Hoy le dijeron a mi mámá que por primera vez van a probar dejándome en una cuna, fuera de la incubadora. Si regulo bien la temperatura de mi cuerpecito, ya no me regresan a esa pecera. Le voy a echar muchas ganas para que así sea; sin embargo, si no reacciono bien, me regresan a la incubadora y probamos en unos días más. A mi ya me anda por que me den de alta, irme a San Juan, conocer a los bichitos y a los nenes, dormir con mis papás y alimentarme de mi mamá.
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No sé cuando vuelva a escribir pero ya te avisaré. Mientras tanto, si has llegado a leer hasta aquí te doy las gracias por tu interés, tus oraciones y tus buenos deseos. Ten por seguro que yo estaré pidiéndole a Dios por ti y por tus seres amados.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Sabina: ¡Ya llegué!

No quise esperarme más tiempo, nueve meses allí adentro era demasiado. Ya quería conocer a mis papás, a los nenes y a los bichitos. Todos ellos son muy necios pero también chistosos. Decidí que era hora de salir. Mis papás tenían planes completamente diferentes para mi nacimiento: querían que naciera por parto natural en agua, en Querétaro, con la doctora Nayelli y Claudia para que nos apoyaran. También querían que mi tía la Güera estuviera presente para que filmara todo y no sé cuantas cosas más. ¡Ja, já! Me les adelanté. No fue por mala onda, sólo que ya me sentía muy incómoda. Además, yo quería nacer aquí, en San Juan del Río; aunque es un pueblo, mis papás están muy contentos viviendo aquí desde hace casi cuatro años; aquí me concibieron, aquí decidí nacer y aquí quiero vivir. Hay mucha gente que dice que es un pueblo y tienen razón, por eso mis papás decidieron venirse para acá. ¡Qué bueno que se salieron del DF! Las veces que viajó mi mamá para allá conmigo dentro de su pancita, pude sentir el estrés de la esa ciudad... ¡De la que me salvé! Mis papás y yo estamos felices aquí en San Juan, aunque sea un pueblo bicicletero.

Lo que no había pensado es que como nací tan chiquita, peso menos de un kilo y medio, me iban a tener en esta como pecera y sin poder estar con mis papás. ¿Por qué no me lo avisaron? De haber sabido, me hubiera esperado el mes y medio que me faltaba. Lo que pasa es que en el curso psicoprofiláctico que tomaron mis papás, Claudia hablaba de muchas cosas; pero nunca mencionaron que si nacía antes me iban a tener aquí... Ni modo, eso me gano por ser ansiosa como mi papá.

Fue bastante sorpresivo para todos. El sábado en la noche mi mamá acababa de llegar del Beibi Chagüer (perdón, pero todavía no sé hablar inglés, con trabajos entiendo el español) que le organizaron en Querérato. También eso me animó a salir antes; todas las personas que estaban allí me cayeron muy bien y las quería conocer. Fue en casa de mi abuelita Pilli y de su novio Óscar, todo estuvo muy rico y nos regalaron muchas cosas; mi abuelita y Óscar son muy buena onda, los quiero mucho. Cuando regresamos a la casa, mi papá andaba dizque haciendo un trabajo de la maestría, le dí chance que terminara; empecé a dar lata como a las doce de la noche. En mi casa se quedó a dormir mi otra abuelita, Queta, porque vino al Beibi Chagüer. A ella la veo menos porque vive en el DF pero también la quiero muchísimo; igual que a mis otros dos abuelos, Moyo y Chava, y a mis tíos Fer, la Güera, Nacho y Ricardo. A todos los quiero mucho, justo por quererlos conocer, se me ocurrió llegar antes.

Llegamos al hospital San José aquí en San Juan; yo ya iba de salida. Me atendió un doctor al que mis papás apenas conocieron ese día; está bien chistoso, se parece a Jesús Ochoa, hasta habla igual que él. La doctora que al parecer va a ser mi pediatra me cayó muy bien; se llama Paty también la conocimos todos ese día. Pobrecita de mi mamá; se tuvo que aventar todo ella solita, sin anestecia, ni preparación, ni nada. El hospital al que llegamos está muy bonito, es el mejorcito del rancho; nos atendieron bien pero mi mamá sufrió mucho. Si me hubieran dicho que a ella le iba a doler tanto por llegar tan de sorpresa, me hubiera esperado, aunque sea un poquito más. Comprobé que no me equivoqué al escogerla a ella como mamá, se portó muy valiente, está chaparrita como yo pero es muy brava. ¡Gracias mamá! Estoy muy orgullosa de ti, sin tu esfuerzo yo no estaría en este mundo. Mi papá también estuvo sufriendo mucho, él estaba escuchando afuera de la sala de expulsión escuchando los gritos de mi mami; no podía hacer nada, nada más le pedía a Dios que todo pasara rápido.

Inmediatamente que nací, le dí a mi mamá otro sustote. Al salir, yo estaba muy confundida; como estoy tan chiquita no tengo mucha fuerza todavía y salir me costó trabajo. Cuando Ochoa me vió, comentó que estaba yo muy chiquita; la doctora Paty me vió y luego volteó a ver a Ochoa. Los dos hicieron una cara como de preocupación; yo no llorarba por el esfuerzo que había hecho. Mi mamá le preguntó a Paty que por qué yo no lloraba; le respondió con un gesto de desconcierto. Mi mami pensó que había nacido muerta... ¡Pobrecita! ¡A para sustitos y sorpresitas que le he dado! Insisto que es muy valiente mi mami. Ella dice que yo soy lo más hermoso del mundo pero mi papá le dice que no, que ella es más hermosa; yo estoy de acuerdo.

La doctora Paty me llevó a otra salita. Sin que lo vieran, mi papá se asomó a verme por una ventanita que había en la puerta. Después de unos pocos segundos empecé a llorar; cuando mi mamita me escucho, se calmó bastante. El Ochoa le dijo: "ye ves m'hija, tiene unos pulmonzotes". Quien sabe que tanto me hacían la doctora y los asistentes; cuando se dieron cuenta que mi papá estaba viendo por la ventanita lo corrieron, le dijeron que estaba prohibido pasar hasta allí. Se regresó al pasillo y allí escuchó a mi mamá gritar mucho más fuerte. Lo que pasa es que como nací antes, el cuerpecito de mi mami, chiquito como el mío, no estaba listo para explular todo, así que Ochoa tuvo que hacerle una especie de limpieza interna para que no quedara nada adentro que pudiera afectarle más adelante.

Si me hubiera tardado un poco más, lo ideal era hacer una operación, creo que le llaman cesárea o algo así. Mis huesitos están muy tiernos y cuando pasara por el canal iba a tener problemas; sin embargo, como llegamos tarde, ya no se podía hacer nada, ni siquiera ponerle anestecia a mi mami. ¡Pobrecita! Pero ella es bien valiente y aguantadora, por eso la quiero tanto. Gracias a su esfuerzo y a las ganas que le echó, no se afectaron mis huesitos, sólo lo normal. Mi papá seguía con la angustia afuera de la sala. Por momentos le quería gritar a mi mamá pero no podía ni hablar; él sí que no hubiera aguantado, es bien chillón, no como mi mamá que es más brava que el chile de árbol.

Yo hubiera querido que de inmediato me pusieran en el pecho de mi mamá, como lo veíamos en los videos que nos pasaba Claudia en el curso. Mis papás habían pensado en poner música de Serrat y de mi tocayo Sabina así como velas y poca luz para recibirme. Pero bueno, por mi ansiedad de conocerlos no pasó nada de eso; sin embargo, estoy feliz de estar viva, aunque sea tan chiquita. Le estoy echando muchas ganas en esta pecera para crecer rápido y que pronto pueda conocer a mis bichitos necios y a mis perros latosos.

Nada más me dejaron ver a mi mamá de lejos y muy rápido, luego a mi papá y me metieron en una especial de pecera, oí que le dicen incubadora. Como la doctora Nayelli le había recetado el miércoles anterior a mi mamá una medicina para reforzar mis pulmoncitos, desde que nací estoy respirando yo solita, no he necesitado oxígeno ni respiración artificial. Todos dicen que eso es muy bueno porque lo único que tengo que hacer es crecer para ganar peso; llegando a los dos kilos me dejan salir de la pecera para poder irme a mi casa con mis papás.

Mientras estuve en la pecerita del San José, conocía a mucha gente. Ellos piensan que no los ví pero reconocí las voces de todos. Allí estaban mis dos abuelitas, Queta y Pilli; junto con Pilli llegó el buen Óscar, ya dije que es algo así como mi abuelito postizo. Luego llegaron la Güera y Nachito. Por cierto, mis papás han decidido que ellos van a ser como mis padrinos. No serán exactamente mis padrinos porque mis papás no piensan bautizarme porque, además de que ellos no creen en eso, yo no estaría de acuerdo en que me bautizaran sin consultármelo. Quizá yo de grande decida ser católica, budista, musulmana o hare krishna pero eso lo decidiré yo; eso me gusta mucho de mis papás, que piensen en la libertad que tendré para decidir cosas importantes. Decía que Nacho y la Güera aceptaron ser quienes se hagan cargo de mí por si algo les llegara a pasar a mis papás; ojalá que no haya necesidad de eso. Quiero que pronto llegue mi prima, la hija de ellos que se va a llamar Tiffany Yei o algo así; si es primo se va a llamar Stephen Alexander. Que llegue pronto para que yo tenga alguien con quien jugar porque mis papás no quieren tener más hijos; si deciden traerme un hermanito para mí, sería adoptado. Bueno, eso dicen ahorita, pero también mucho tiempo dijeron que no querían tener hijos y aquí estoy yo.

Más tarde llegaron al hospital mis otros tíos, Fer y Ricardo. Ellos estaban en el DF pero cuando se enteraron de que ya había nacido no dejaron de hablar por teléfono para ver como iba todo y después llegaron a vistarme. También reconocí sus voces desde lejos. A ellos también los quiero mucho, son personas maravillosas con las que mis papás cuentan de manera total. Su apoyo fue muy importante durante todo el tiempo. Un poco más tarde llegó el Moyito; cuando me vio, lo primero que dijo, reconocí perfectamente su voz, fue que yo estaba rojita como él después de echarse sus tequilas. Nada más que salga de esta pecera, le voy a pediro al Moyo que me toque con su guitarra el concierto de Aranjuez o alguna de Serrat.

Al único que no vi fue a mi abuelo Chava. Va venir mañana martes pero no me va a poder conocer porque sólo mis papás pueden pasar a la clínica a verme. Tendremos que esperar un poco para concernos. Me acuerdo que cuando mis papás le avisaron que yo venía en camino lloró de la emoción; no es fácil verlo llorar, eso quiere decir que le dio gusto la noticia. Como al Moyo, también a él le voy a pedir que me cante algo de Serrat; le sale muy bien la de "Esos locos bajitos".

Muchas personas que nos quieren a mis papás y a mi han hablado por teléfono para saber como estaba todo. A todas les doy las gracias desde mi pecera, créanme que le estoy echando muchas ganas; mis papás me vienen a ver todos los días, me platican y me acarician. Si hablan con mis papás, díganles por favor que no estén tristes, que yo también quisiera estar con ellos pero que estaré aquí sólo una semanas para después estar juntos, jugar, salir a pasear y convivir con Andrés Manuel, Galatea, Bichito, Angelita, Lucas, Pupa, Chaparra y Mateo. Ya quiero dormir en mi cuna, tomar lechita de mi mamá y que mi papá me bañe todos los días. También estoy ansiosa conocer a tantos amigos y gente maravillosa que está al pendiente de nosotros y que leerá lo que escribo. No estoy nada mal aquí; está calientito, me dan de comer y me atienden bien. Sin embargo, creo que nada se va a comparar con estar abrazada de mi mami viéndola a los ojos y dándome de comer. Como dice mi tocayo, el flaco Sabina:

Incluso en estos tiempos,
triviales como un baile de disfraces,
todos los días tienen unas horas
para gritar al filo de la aurora
la falta que me haces.
Y se iría el dolor mucho más lejos
si no estuvieras dentro de mi alma,
si no te parecieras al fantasma
que vive en los espejos.


Los siguientes días estaré entrando al blog de mi papá para que sepan como va todo, como me siento yo y como se sienten mis papás. A nombre mío y de ellos, gracias a todos los que están el pendiente de mi y especialmente gracias a Dios, a la vida o a eso que cada quien le llama como quiera por permitirme conocerlos. Todos ustedes son, desde ahora, parte de mi vida.

PSGMO

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Cuento: Zapatitos nuevos

Al tercer intento, por fin lo logró. El derecho le costó más trabajo que el izquierdo, sería porque les hacía falta aflojar; pensó que aquello era normal con los zapatos nuevos. Lo bueno era que Isabel no sentía que le apretaban.

— Luce hermosa, nadie podría decir lo contrario — pensó Delfino.

Había iniciado una hora antes, después de las doce del día, hora en que llegó con Isabel. La ropa estaba acomodada sobre la cama desde antes. Todo era nuevo: desde los zapatos hasta la diadema. Primero, la limpió con mucho cuidado; pasó una toallita húmeda por las comisuras de su boca, alrededor de los ojitos y también en la barbilla. Había iniciado por los pies, le puso los calcetines que a la altura de los tobillos tenían un dibujo de Pluto, el perro de Mickey Mouse. De allí pasó a los calzoncitos verdes que le compró cuando Minerva tenía cinco meses de embarazo. Eran de ese color porque no pudieron saber antes el sexo debido a que no funcionaba el ultrasonido del centro de salud.

Con mucha delicadeza, como si no la quisiera despertar, le puso la playerita. Ésta se la había regalado Pancho; desde el día en que les preguntaron a él y a Bertha, si querían ser los padrinos, ellos les regalaban algo nuevo cada semana. Estaban muy contentos; Pancho y Bertha llevaban dos años queriendo tener un bebé pero no habían podido lograrlo.

— ¡Qué bendición para ustedes!, de verdad que me das envidia de la buena — le dijo Bertha a Minerva cuando ésta le dio la noticia. — ¡Muchas felicidades, mana!
— Gracias. Ya verás que pronto a ustedes también les llega. Nomás es cosa de tener un poquito de paciencia y de rezarle mucho a la virgencita. Si quieres, nos lanzamos a la Villita el día que quieras, igual nos vamos caminando desde aquí, para que la virgencita vea que hacemos un sacrificio. Ya verás que pronto vas a quedar panzona y nuestros hijos se van a criar juntos mana.
— ¡Órale pues! Me gusta la idea de ir a ver a la virgencita. Tú dices cuando...

Ya estaba toda la ropita interior puesta. Ahora seguía el vestido. Lo había comprado en la Lagunilla un día antes. Fue él solo, Minerva no lo quiso acompañar. No salió a comer para que el maestro lo dejara salir de la obra un hora antes. De todos modos ya sabía que con Don Sebas no había problema, pero, a pesar de la situación, no quería abusar. Ya había faltado dos días mientras Mine estaba en el hospital. Él no siempre había podido acompañarla aunque trataba de hacerlo para que el médico no le pusiera caras; cuando iba sola, Mine decía que la trataban muy mal.

— ¡Ya vienes otra vez! ¡A pero que lata contigo de veras! ¡Ya te dije que te regreses a tu casa mujer!
— Pero es que ya se pasaron las cuarenta semanas doc, ¿no es mucho ya? Una señora que conozco dice que puede ser peligroso.
— ¡Y dale con lo mismo! ¿Cómo quieres que te diga que es normal? ¿Quién sabe más, esa señora que dices o yo? No todos los niños nacen igual, hay algunos que se toman unos días más. Mira, regrésate a tu casa y deja de dar lata. Cuando ya sientas contracciones, entonces sí vienes y te internamos. Ahora vete, que tengo mucho trabajo.
— ¿Pero no me va a revisar aunque sea? ¡Ándele! Nada más para asegurarnos...
— ¡Ya vete carajo! Te digo que todo está bien. Mira que le estás quitando tiempo a personas que de verdad necesitan el servicio; ¿no ves la cantidad de pacientes que tengo? ¡La que sigue por favor!

— ¡Qué rechula se ve m'hija con su vestido! — Pensó Delfino mientras en su rostro moreno se dibujaba una tímida sonrisa; clarito vio que la niña sonreía también. Habían decidido llamarla Isabel, como la tía de Minerva que se había hecho cargo de ella cuando su mamá se fue a trabajar a los Estados Unidos, de donde nunca volvió.

Le puso en su cabecita la diadema. Hacía juego con el vestido, hasta arriba tenía una florecita de tela blanca, era un poco más chica de la que el vestido tenía a la altura de la cintura. Ese detalle es lo que más le llamó la atención, por eso se decidió a comprarlo. Terminó calzándole los zapatitos, primero el derecho y luego el izquierdo.

Tocaron la puerta y, sin esperar respuesta, la abrieron. Era Pancho.
— Ya llegó la carroza.
— Sí compadre, ya casi está lista.

Las lágrimas de Delfino mojaron la fría rodilla de su hija mientras terminaba de asegurar la hebilla del zapatito izquierdo.

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martes, 15 de septiembre de 2009

Relato: Hora de abrir

Son las nueve de la mañana, hora de abrir la puerta. No se abre sólo una puerta, se abre también un mundo de esperanzas e ilusiones. Ambos están juntos, de allí parte su fortaleza. Muchos recuerdos se amontonan en sus mentes y, por qué no decirlo, también en la mía. Haciendo una línea de tiempo, los primeros son los infantiles. Jugábamos los dos al salón de belleza. Con dos padres dedicados a eso, no podía ser de otra manera. Supongo que algún día la tucé a ella, o ella a mí, no lo recuerdo con certeza pero estoy casi seguro de que debió pasar. Íbamos los domingos al salón de mi papá para que nos cortara el pelo. Yo esperaba que se lo cortaran a ella para decirle: "te cambió la cara". Realmente cambiaban nuestras caras, las caras de toda la gente. ¿Cuántas veces se cortará el pelo una persona en su vida? Vamos a ver, pensaré en mi caso. Supongamos que voy a la peluquería cada mes y medio, esto me da unas ocho veces al año. Si vivo, digamos, setenta años, entonces estamos hablando de quinientos sesenta cortes de cabello a lo largo de mi vida. (El cálculo que acabo de hacer me recordó a Kundera y La insoportable levedad del ser, cuando Tomás calcula la cantidad de compañeras sexuales que ha tenido a lo largo de su promiscua vida, llegando a una fabulosa y envidiable cantidad). Los cortes de cabello que nos vamos haciendo reflejan el paso del tiempo y el transcurrir de nuestra vidas. Basta con recorrer con la mirada viejas (y no tan viejas) fotografías para darnos cuenta de la forma en la que nos marcan. Si llevásemos la cuenta precisa de ellos, indudablemente tendríamos un inventario completo de nuestro efímero paso por el mundo.

Recuerdo los días en que Fer o yo nos íbamos "a trabajar" a Princess. Mi papá nos llevaba de vez en cuando, cuando había vacaciones, para que estuviésemos en el salón. Recuerdo bien un par de ocasiones, aunque seguramente fueron muchas más. Ella también fue varias veces. Más tarde, ya adolescente, de catorce a quince años, yo estuve en el salón por un período bastante más prolongado. Fue durante la época que esperaba entrar a la prepa. Había salido en junio de la secundaria y en aquel tiempo debía esperar hasta noviembre para entrar a mi nueva escuela, así era el calendario de mi bendita UNAM. Durante buena parte de aquellos meses estuve trabajando en el salón, dando mis primeros pasos para aprender el oficio. Ángeles, una de las empleadas, me dio las primeras lecciones: aprendí a colocar carretes, técnicas básicas para cortar el cabello y aplicación de líquidos para no sé cuantas cosas. La idea era aprender para dedicarme a ese oficio, de tal forma que a futuro lo combinara con los estudios. No iba mal la cosa, llegué a hacer un par de cortes de cabello, mis primeras víctimas fueron Alfonso el conserje del edificio y Aldo, un vecino. ¿Qué pasó después? No lo recuerdo bien. En algún momento le dije a mi papá que ya no quería seguir porque "prefería hacer cosas más difíciles". De eso se acuerda él muy bien porque a veces mencionaba la anécdota cuando me veía haciendo algún trabajo o proyecto de la facultad. Yo creo que más bien fue la hueva, era más cómodo seguir siendo hijo de papi y dedicarme sólo a estudiar, que combianar el estudio con el trabajo. Bien decía mi abuela que "al trabajo y a los cingadazos no cualquier huey le entra". En ningún momento contemplé dejar de estudiar, así que entonces decidí dejar de trabajar. Después de aquel intento, seguí siendo hijo de papi y no volví a trabajar sino pasados cinco años, cuando en tercer semestre entré a trabajar a mi primera obra para ratificar o rectificar mi decisión de seguir estudiando ingeniería civil.

Quien no dudó fue ella. Comenzó a ir al salón terminando la preparatoria. Decidiría uno de tres caminos distintos: estudiar ingeniería en sistemas, ser educadora o dedicarse al oficio paterno. Nadie puede saber si fue la mejor decisión pero estoy seguro que cualquiera que hubiese sido, ella habría tenido éxito. En principio, se dio un año para probar el trabajo en el salón. Su primera maestra también fue Ángeles; no sé si ella pensaría que Fer abandonaría el oficio en el intento de la misma forma que lo hizo su anterior pupilo. Nada más lejos de la realidad que aquello. Fue el oficio que decidió adoptar para convertirlo en una verdadera profesión, en un arte, en un modo de vida. Sin embargo, aunque su decisión estaba tomada, siempre guardó en su mente el deseo de estudiar una carrera universitaria. He de decir que, muchos lo sabemos, además de trabajadora, Fer es una persona sumamente inteligente. Años después, decidió estudiar la licenciatura en administración. Su desempeño escolar fue extraordinario. Ya había demostrado su capacidad en la prepa y ahora tomaba revancha con la licenciatura. Su mérito fue triple: mientras estudiaba, nunca dejó de trabajar en el salón y además de eso, cargó con una enfermedad que a cualquiera hubiera tumbado; claro, a cualquiera menos a ella. Justo en la universidad fue alumna de quien hasta la fecha ha sido su compañero de vida, un verdadero regalo de Dios. Un hombre en toda la extensión de la palabra, un ser humano excepcional. Ricardo ha estado siempre con ella, animándola y apoyándola en todos los momentos en los que ha sido necesario.

Cuando Fer terminó de estudiar y se tituló con mención honorífica (no podía ser de otra forma), le renunció a mi papá. Además de que por diversas circunstacias la relación laboral y personal entre los dos estaba muy desgastada, ella deseaba forjarse un camino propio. Comenzó a buscar colocarse en algún salón para continuar con su preparación y seguir aprendiendo. En algún momento platicamos y le ofrecí algo: asociarnos y poner juntos un salón. Así lo hicimos. Leémbal fue uno de mis intentos por tener un negocio propio pero, al margen de lo que sucediese, era la oportunidad para que ella se independizara. Allí estaba presente, como siempre, mi mamá. Iniciamos los tres con mucho ánimo, juntos repartíamos volantes vestidos con nuestras camisetas rojas en Avenida Cuauhtémoc y Eugenia. Por diversas razones, la cosas no se dieron como nosotros hubiésemos querido. En algún momento decidimos abandonar ese local; recuerdo el sábado en que salimos a caminar para platicarlo. Ella lloraba amargamente, se sentía muy desanimada, decepcionada. Hice lo que pude por consolarla; por mi parte no había ningún problema, siempre había camino por recorrer. Se desmontó el equipo de aquel local y se mudó a casa de mi mamá, allí continuó operando el salón; en aquel momento, estoy seguro que esa fue la mejor alternativa posible. Allí, juntas, Fer y mi mamá, han sacado adelante hasta ahora el negocio y lo han visto crecer.

Han pasado más de cinco años. Hoy, Fer y Ricardo abren la puerta de su salón, de un nuevo proyecto. Una oportunidad, un sueño, una ilusión y un merecido premio a la constancia, a la entereza, a la disciplina, al amor que se tienen y a la fe que comparten. Compañeros en las buenas y en las malas. Muchas cosas han pasado desde aquellos días en los que Ricardo le daba clases de matemáticas a la alumna más dinosáurica de la Universidad Tecnológica Americana. Dios los bendice a ambos, pase lo que pase con este nuevo proyecto, ambos cuentan con lo más importante: se tienen el uno al otro.

martes, 1 de septiembre de 2009

Relato: Temporada de lluvia

Al inicio no llovía, sólo chispeaba. Decidí salir. Pude haberme quedado sin ningún problema; tenía “derecho” a un día descanso pues el día anterior participé en la carrera de diez kilómetros del Tec de Monterrey en Querétaro. Hice una buena competencia; tenía mucho tiempo que no bajaba de los cuarenta minutos y ese día logré completar el recorrido en treinta y ocho minutos con treinta y cinco segundos, mi mejor marca en muchos años. Sólo aquella vez en una carrera en el centro de la Ciudad de México, cuando tenía diecisiete años (ya llovió), poco antes de mi accidente en bicicleta, había logrado un mejor tiempo. Aquella vez cronometré treinta y siete minutos y medio, si no mal recuerdo. En esa época, abandoné las carreras de cinco y diez kilómetros para enfocarme a las competencias en pista de cuatrocientos y ochocientos metros.

Mientras la intensidad de la lluvia crecía y aceleraba el paso junto con Pupa y Lucas, me fui transportando a algunos momentos en el pasado en los que existieron ligas importantes entre mi afición por correr y la lluvia. A cada paso, Pupa, Lucas y yo pisábamos con firmeza la tierra mojada del camino por el que todos los días entro a los campos de cultivo de San Isidro y a la ribera de lo que queda del Río San Juan. Hace ya más de un año que corro por allí con objeto hacerlo acompañado por mis perros. La primera vuelta de cinco kilómetros siempre es con Lucas y Pupa, y la segunda, con Mateo y Chapis. De hecho, fue justo en ese lugar y haciendo lo mismo, corriendo con los perros, que Mateo llegó a mi vida para quedarse.

Estaba en la prepa, sería el año ochenta y nueve o el noventa por lo que tendría dieciséis o diecisiete años. Lo hice había hecho muchas veces, pero en especial tengo grabado aquel día. Desde la primera vez que lo experimenté, no he perdido la oportunidad para repetirlo. Aquella tarde comenzó a llover, me asomé por el balcón y el cielo nublado me indicaba que el momento era propicio. Con los shorts y los tenis puestos, llamé a Spencer, quien de inmediato acudió a mi llamado; tomé su correa, la aseguré a su collar y salí del departamento. El parque está a tres cuadras de la casa de mi mamá, así que no tardé ni cinco minutos en llegar. Quité el seguro de su correa y ambos vimos como la gente abandonaba el parque; mientras a los demás la lluvia les obligaba a retirarse, a nosotros nos llevaba a aquel lugar. No tardó en convertirse en una tormenta de esas que los habitantes de la Ciudad de México conocen muy bien. Mi bebé y yo éramos los únicos mamíferos en el parque (iba a decir que los únicos seres vivos, pero los insectos y las plantas también los son). Aunque corriendo con mi bebé perdí por completo la noción del tiempo, calculo que durante un lapso de cuarenta minutos o un hora, me olvidé del mundo y me sentí más vivo que nunca sintiendo como la lluvia me golpeaba el rostro, las piernas y los brazos. Mi fiel amigo, sólo se separaba de mí cuando algún olor le invitaba a retrasarse o adelantarse por unos segundos. Dejé de correr cuando la intensidad de la lluvia comenzó a declinar; poco a poco bajaba de mi nube y regresaba al mundo real. Spencer, al igual que yo, estaba completamente empapado pero feliz; en su mirada pude ver el éxtasis de aquella carrera vespertina bajo la lluvia que ambos compartimos.

Seguía trotando, los charcos con lodo eran cada vez más grandes y profundos. Procuraba evitar algunos mientras que otros los pisaba con fuerza. El olor es embriagante; la tierra mojada, los cultivos de maíz y alfalfa, y el agua del río cantando al lado de nosotros. Fue justo el olor a tierra, lo que me transportó varios años atrás, un par de años después de aquella carrera con Spencer. Estábamos entrenando en Ciudad Universitaria y era, como ahora, temporada de lluvia. El cielo estaba muy cargado, la lluvia era inminente. Comenzábamos a entrenar a las cuatro de la tarde; siempre iniciábamos con un trote de calentamiento previo antes de los estiramientos musculares de rigor. Dadas las condiciones del tiempo, Irma, mi entrenadora, dio a todos la opción de entrenar en le bodega; en lugar de entrenar en la pista, podíamos hacer ejercicios de fortalecimiento utilizando los colchones y demás equipo. Yo no dejaría pasar la oportunidad de sentirme vivo, como tantas veces, corriendo bajo la lluvia. Le pedí a Irma mi entrenamiento de pista para ese día: me asignó repeticiones de cuatrocientos metros; creo que dieciséis, con descanso de dos minutos entre cada una. Una vez más, a gozar y sentirme en comunión con el mundo. Sobre la pista de tartán sentía como mis pasos penetraban los charcos que se formaban al tiempo que las gruesas gotas golpeaban mi cuerpo. Después de pocos minutos, la playera me estorbaba; me la quité. Me quedé únicamente con short, calcetas y tenis; de buena gana me habría quitado toda la ropa (no lo hice porque estimaba mucho a mis compañeros de equipo, ¿qué necesidad tenían ellos de contemplar mis miserias?). Al igual que cuando lo hacía con mi bebé en el parque y en las múltiples ocasiones en que he corrido bajo la lluvia, la sensación de comunión con el gran jefe y con la naturaleza es maravillosa. Aquella vez en la pista pude contemplar el vapor que expedía mi cuerpo al ser enfriado por el agua.

Muchos otros recuerdos se traslapaban en mi mente mientras recorría los campos: la vez que, también en Ciudad Universitaria, trotábamos en el Jardín Botánico y un rayo cayó a pocos metros de donde pasábamos Fátima, Carballo, Pepe Piña y yo. Recuerdo también que en 2006, en la pista del Sope, en el bosque de Chapultepec, mientras entrenaba para el maratón de la Ciudad de México, bajo la torrencial precipitación me quité la playera y seguí mi entrenamiento, para vergüenza de la Pequeña. Ya instalado en San Juan, muchas veces he corrido de esa forma en el cerro de la Venta, en el parque de los Guzmán o en cualquier calle. De esta forma, aprovecho la temporada de lluvia para recordar que, en efecto, pertenezco a este mundo y conservo un fuerte vínculo con Dios y la naturaleza.

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lunes, 31 de agosto de 2009

Cuento: Tú no decides

Tú no decides
Autor: Francisco García

Vació una mirada inquisitiva a la hoja de su compañero de la banca contigua, tal vez allí encontraría alguna de las respuestas. Nada. Él estaba igual, incluso peor (¿podría alguien saber menos que ella?). Las ecuaciones que se le presentaban tomaban de pronto formas caprichosas; parecía que de la hoja surgían dragones, quimeras, dioses o semidioses. El período había pasado de largo para ella; había asistido a muy pocas clases y, por si fuera poco, el día anterior no había podido estudiar nada. El trabajo en la farmacia, como siempre, había consumido su tiempo con una voracidad insaciable. Sentía cada vez más cerca el momento de tener que abandonar la escuela. Ella se resistía a hacerlo; realmente deseaba poder estudiar Derecho, igual que su prima. Sin embargo, sus sueños se desvanecían rápidamente. No sólo iba reprobando matemáticas; tenía problemas en prácticamente todas las demás materias. Incluso en física, a poco menos de medio semestre, estaba reprobada por acumulación de faltas.

Era inútil permanecer más tiempo frente al examen. La solución a las ecuaciones nunca llegaría mágicamente y además el profe García los vigilaba como dóberman, sería imposible que alguien le pasara las respuestas. Decidió dejarlo en blanco; únicamente le hizo una mueca a García al entregárselo. Salió del salón pero decidió esperarse para hablar con García; le pediría una oportunidad para presentar el examen de nuevo, estudiaría el fin de semana para prepararlo.

Sus compañeros, uno a uno, todos con caras que reflejaban frustración, abandonaban el salón. García estaba guardando sus cosas. Él la escuchaba, aunque parecía tener mucha prisa porque acomodaba rápidamente los exámenes en un folder. Le dijo que no podía repetirle el examen sólo a ella pero que si el resultado de la mayoría de sus compañeros era negativo, entonces consideraría una segunda vuelta. Mientras decía esto último abandonaba el salón. Mirna se quedó pensativa, deseando que a muchos les hubiera mal. Levantó la mirada y vio que en el escritorio había un par de hojas; seguramente eran de García; se asomó al balcón pero ya no lo alcanzó. Se quedó pensativa y luego comenzó a leer, eran dos hojas escritas en computadora:

Tú no decides
Autor: Francisco García

Vació una mirada inquisitiva a la hoja de su compañero de la banca contigua, tal vez allí encontraría alguna de las respuestas. Nada. Él estaba igual, incluso peor (¿podría alguien saber menos que ella?). Las ecuaciones que se le presentaban tomaban de pronto formas caprichosas; parecía que de la hoja surgían dragones, quimeras, dioses o semidioses. El período había pasado de largo para ella; había asistido a muy pocas clases y, por si fuera poco, el día anterior no había podido estudiar nada. El trabajo…

El lunes siguiente, al terminar la clase, Mirna esperó a que todos se fueran. Se quedó en el salón con García. Lo encaró y arrojó las hojas al escritorio.

— ­¿Qué significa esto García?
— Pues lo que leíste, nada más ni nada menos Mirna.
— ¿Estás loco o qué chingados?
— Nada de eso Mirna, únicamente lo hago por diversión.
— ¿Quién te crees tú?
— Nadie en particular; simplemente soy Francisco García.
— ¡Por favor García! No me quiero morir. Tengo sueños. Quiero estudiar, quiero dejar de trabajar en esa pinche farmacia.
— No es nada en contra de ti; de verdad.
— ¿Pero por qué no eliges a otra persona?
— A ver Mirna. Vamos aclarando algo ¿quién te ha creado?
— Tú…
— ¡Bien! Entonces ¿Quién decide si vives o mueres? Al menos, tú lo sabes, la idea es que mueras rápidamente, no sufrirás. Piensa que podría ser peor. ¿No has pensado que pude haber decidido que te violaran, te torturaran o que el accidente te dejara parapléjica? ¿Has pensado en la infinidad de posibilidades?
— ¡Me cae que estás bien pinche loco! ¿Acaso te sientes Dios o qué chingados?
— Por supuesto que no. Simplemente te puedo decir que una de las razones por las que escribo es para vaciar mis sueños, mis ideas y, seguramente, mis frustraciones y perversiones. Para esta historia, di vida a un personaje que tiene el destino que tú ya conoces. Ahora que lo dices, quizá tengas razón, tal vez también escriba para sentirme Dios. Pero no sé para qué te digo todo esto si tú ya lo sabes Mirna. Leíste hasta el final, todo este diálogo es conocido por ti; ni una palabra más, ni una palabra menos.
— ¡Chingas a tu madre pinche loco de mierda!
— Tranquila, tranquila. Ya es hora de irte, lo sabes bien.

Bañada en lágrimas y temblando de coraje y frustración, dio media vuelta. Bajó las escaleras y salió por la puerta principal. Mientras cruzaba la avenida, un microbús se pasó la luz roja; el golpe fue seco, ni siquiera lo sintió.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Cuento: Bombín

Intenté acelerar para alcanzar a atravesar la Avenida Central antes de que el semáforo cambiara al rojo, pero la camioneta y el taxi que iban adelante me lo impidieron. Tuve que resignarme a que llegaría tarde a la cita con el Arquitecto González quien seguramente estaría molesto pues no sería la primera vez que llegaba tarde. Había hecho todo lo posible por ajustar el tiempo para no retrasarme pero no fue suficiente. Justo cuando iba a salir, mi hija me pidió que la ayudara a bajar su maleta roja de la parte más alta del clóset. Su mamá se estaba bañando así que nadie más la podría ayudar.

Sabía que aquel semáforo tardaba mucho tiempo en cambiar a la luz verde. Por alguna razón que no entendía, había un lapso de tiempo en el cual todos los semáforos estaban en rojo. En eso estaba pensando cuando lo vi. Tenía la clásica nariz roja de bola y el rostro blanco con unos círculos rojos en las mejillas, cejas delineadas de forma muy ligera y en las comisuras de los labios tenía también unas delgadas líneas a manera de prolongación de la sonrisa. Llevaba puesto un saco mitad amarillo mitad rojo en sentido vertical, tenía unos parches morados en ambos codos. El pantalón era de los mismos colores, sólo que al revés del saco: el amarillo del lado izquierdo y el rojo del derecho. Sus zapatos no eran los clásicos grandes, eran unos zapatos negros de vestir que desentonaban con el resto de la indumentaria. Vi que traía colgada al hombro una mochila grande, supuse que allí tenía guardados los zapatos. Al final de todo observé su cabeza; tenía puesta una peluca dorada; no era la más usual, encrespada, sino completamente lacia y larga hasta el cuello. Coronando la cabeza y la peluca, un sombrero, también de colores amarillo y rojo, tenía al frente escrito en letras azules lo que supuse era el nombre del payaso: “Bombín”.

Fue la peluca de Bombín lo que me trajo a la memoria la primera fiesta de cumpleaños que recuerdo. No era una fiesta en mi honor, sino de mi primo Luis. Sus papás, mis tíos Emma y Juan, organizaron una fiesta para celebrar el segundo cumpleaños de Luis, al mismo tiempo que festejaron el bautizo de su otro hijo, José Antonio. Debido a su edad, ni Luis ni José Antonio disfrutaron de la presentación de los payasos que mis tíos habían contratado. Yo tenía cinco o seis años y nunca había tenido una fiesta de cumpleaños con payasos; únicamente los había visto en televisión. Quedé encantado con la actuación de esos dos payasos. La hora que duró el show transcurrió para mí rápidamente y con el tiempo se convertiría en uno de los recuerdos más felices de mi infancia. Reí a carcajadas con los pastelazos que se lanzaron, la tabla con la que se golpeaban el trasero y los chistes que ambos contaban. Tan absorto estaba con el espectáculo que nunca alcé la mano para pasar a participar con ellos, mientras que la mayoría de los niños lo hacían al primer llamado. Aquella fiesta de mis primos fue inolvidable.

El semáforo no cambiaba al verde, por experiencia sabía que todavía tardaría un rato. Bombín estaba ansioso y volteaba hacia los dos lados de la calle como buscando a alguien. Veía también su reloj. Era domingo y por la hora, las diez y media de la mañana, supuse que se le estaba haciendo tarde para alguna presentación y estaría esperando a alguien. Cuando vi su peluca dorada brillando al sol recordé que al siguiente año de la fiesta de mis primos, mis papás me organizaron una en la que contrataron por primera vez a un payaso. Yo pedí que fueran los mismos que había asistido a la fiesta de mis primos pero no fue posible, no recuerdo bien la razón. El payaso que llegó a mi casa, resultó ser un tipo muy sucio que llegó tarde a la cita y con aliento a alcohólico. Fue una decepción muy grande pues lo comparaba con aquellos payasos de la fiesta de mis primos. Recuerdo muy bien como al final, el payaso y mi papá se hicieron de palabras por los justos reclamos se la hacían a aquel pseudopayaso.
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Bombín se veía cada vez más ansioso. Observé su nariz roja y me hizo recordar un regalo que me hicieron mis tíos, los papás de Luis y José Antonio cuando cumplí diez años. Ellos sabían de la fascinación que tenía por los payasos y los magos, así que aquel día me obsequiaron un juego con un equipo completo para disfrazarse y maquillarse de payaso así como un set de magia. No quise abrir mis regalos aquel día para no compartirlo con ninguno de los niños que habían sido invitados a mi fiesta. Al día siguiente, estando completamente solo, lo abrí y de inmediato comencé a utilizarlo. Fue el mejor regalo que me hicieron en toda mi infancia, quizá en toda mi vida. Estaba fascinado con el maquillaje, el traje de colores, la peluca y los grandes zapatos. La nariz roja me gustó especialmente porque no tenía ningún resorte para colocarla. Se ajustaba a presión; únicamente quedaba un poco apretada pero se veía mucho más bonita que aquellas que tenían un resorte que atravesaba las mejillas. Con ese juego pasaba yo muchas horas de solitario entretenimiento.

La luz del semáforo seguía sin cambiar de color pero a mi no me importaba; estaba absorto pensando en aquellos días de mi infancia gracias al ansioso y preocupado Bombín. Recordaba haber ido a muchísimas fiestas con payasos y magos pero no lograba encontrar en qué momento comenzaría a perder mi fascinación por ellos. Recordé que a los quince o dieciséis años, estando ya en la preparatoria, asistí a un circo ruso que se presentó en la ciudad donde actuaban algunos payasos. Aunque fue un espectáculo muy bonito, los payasos de ese circo eran muy diferentes a los que yo conocía. No había pastelazos ni tablas con las que se golpeaban el trasero. Los payasos rusos eran mucho más serios pero más actores. Para ese entonces había dejado ya interesarme en los payasos; me habían absorbido otros pasatiempos y diversiones como el fútbol, los automóviles y, por supuesto, pasar las tardes con mi novia Eloísa. Fuimos a ese circo ruso pues justamente los papás de Eloísa me habían invitado. No olvidaré nunca ese día pues después del circo, Eloísa y yo fuimos al cine. De la película no recuerdo nada pues no le presté la menor atención; aquel fue el primer día en que ella y yo nos acariciamos y besamos como nunca antes lo habíamos hecho. Fue la primera vez que le metí la mano por debajo de su sostén, sentía tocar el cielo mientras le acariciaba sus generosos y firmes pechos. Ella a su vez pudo palpar mi excitación por encima de mi pantalón de mezclilla.

Las imágenes pasaban rápidamente en mi mente; tan rápido que todo lo recordaba mientras el semáforo aún estaba en rojo. Al rememorar aquel primer encuentro con Eloísa, me fue inevitable remitirme al encuentro sexual que algunos meses después tuvimos en el metro, viajando de la estación Barranca del Muerto a la de Polanco. Era cerca del medio día, íbamos a recoger los boletos para un concierto al que sus papás iban a ir. Nuestro ardiente deseo juvenil estaba en plena efervescencia; no perdíamos ninguna ocasión para besarnos, acariciarnos y estar juntos. Aquel día, cuando abordamos el vagón, nos dimos cuenta que estaba vacío. Sin hablar, de inmediato comenzamos a abrazarnos y a besarnos; cuando me di cuenta, ella ya tenía su falda levantada y se balanceaba rítmicamente gozando de mi virilidad dentro de ella. Terminamos poco antes de llegar a la estación Tacubaya, donde algunas personas abordaron el tren. Eloísa y yo nos mirábamos con una pícara sonrisa de satisfacción y complicidad. Una de las personas que abordaron era un triste payaso urbano que con un poco maquillaje en el sucio rostro, un raído chaleco y una nariz con resorte contaba algunos chistes malos para ganarse algunas monedas. De cierta forma, ese payaso estuvo presente en aquel furtivo encuentro con Eloísa.

Volví a mirar a Bombín; el semáforo, ahora sí, cambiaba al verde. El payaso me había traído algunos felices recuerdos de mi infancia y juventud. Supongo que por una especie de agradecimiento, cuando pasé junto a él, le hice un saludo con la mano y le regalé la mejor de mis sonrisas. Él me vio por un instante, alzó su mano por respuesta al tiempo que me devolvía la sonrisa. Supuse agitaría su mano al igual que la mía para responder a mi saludo; sin embargo, grande fue mi sorpresa al ver que, en vez de agitar su mano, Bombín giraba su palma hacia él al tiempo que sus dedos índice y anular se encogían, quedando el dedo medio completamente extendido. Reconocí de inmediato la fálica y obscena señal que tantas veces he hecho a los conductores que me rebasaban por la derecha o a los traileros que en carretera acercan en exceso su vehículo presionando para que los deje pasar. Bombín giró su cuerpo para asegurarse de que yo lo seguía observando por el retrovisor; la sonrisa no se borraba de su blanco rostro como tampoco dejaba de hacer la señal con la cual se despedía de mí.

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martes, 25 de agosto de 2009

Relato: One of us

Alaben su nombre con danza,
con pandero y con arpa canten,
porque Jehová tiene contentamiento
en su pueblo.
Salmo 149. 2-3.

Ignoro si algún día podré tocar aceptablemente la guitarra, yo esperaría que sí. Éste es mi tercer intento. El primero primera fue hace aproximadamente cuatro años, antes ve venir a radicar a San Juan del Río. Empecé a tomar clases los sábados con el Moyo. Por aquellos días andaba realizando semana a semana mis viajes de trabajo por el Bajío: Morelia, León, Irapuato, Celaya y anexas cargando a todos lados mi guitarra con el fin de ensayar. Inicié aprendiendo a leer las tablaturas y ejecutando los diversos ejercicios que me dejaba el Moyo. Alguna vez incluso venimos la Pequeña y yo de vacaciones a San Juan y me traje la lira para seguir ensayando y perfeccionar el Andante de Carulli. No recuerdo exactamente que pasó después, el caso es que la dejé. Seguramente argumenté falta de tiempo; quizá fue la temporada en la que comencé más en forma a preparar mi primer maratón, el de la Ciudad de México. Dejé la guitarra, como tantas cosas he dejado en mi vida y en general (no es justificación) dejamos los seres humanos. Ya instalado en San Juan, hubo un tibio intento por retomarla pero duró no más de un mes. Desde entonces, la guitarra estuvo guardada en su estuche durante más de tres años.

Hace un mes aproximadamente, la temporadita que tuve pocas clases debido a las vacaciones de verano, rescaté a la guitarra del abandono en el que la tenía y comencé a tocar de nuevo. Dado el escaso tiempo transcurrido, recuerdo bien como fue. Entré a You Tube buscando el video de la canción One of us de Joan Osborne. La idea era practicar mi inglés como lo hago con cierta frecuencia, leyendo letras de canciones a la vez que las escucho y las canto (perdón, las intento cantar), buscando mejorar mi pronunciación. Comencé a trabajar con el video y la letra. Para quien esté leyendo estas líneas y no conoce la canción referida, he de decir que se trata (para mi gusto) de una excelente composición que gira fundamentalmente alrededor de una pregunta: What if God was one of us? (algo así como ¿Qué pasaría si Dios fuese uno de nosotros?) En algún punto, la guapísima rubia también cuestiona ¿qué le preguntarías a Dios si estuvieses frente a él y sólo pudieras hacerle una pregunta? Tan solo un par de muestras de las filosóficas preguntas que se plantea en torno a la imagen de Dios. A pesar de que la he escuchado antes infinidad de veces, al tiempo que escuchaba, liberé una nada despreciable cantidad de secreciones lacrimales. Las preguntas son demoledoras y especialmente los son ahora para un servidor en mi actual situación: a pocos meses de que nazca Sabina, este tipo de cuestionamientos surgen a cada instante. A la pregunta de Joan Osborne de si Dios fuese uno de nosotros, yo le respondería que lo que hoy creo (hoy, ayer pensaba diferente y mañana seguramente creeré algo distinto) es que en efecto, Dios es uno de nosotros. De hecho, Dios está aquí, en este momento junto a mí (o dentro de mí) mientras tecleo. También está afuera, en el patio, cuidando el sueño de Mateo y de la Chaparra. Igualmente, el jefe está en la pancita de la Pequeña, pendiente del crecimiento de Sabina. El jefe soy yo mismo y también lo eres tú que lees esto (¡blasfemia! ¡crucificadle!). El jefe está en absolutamente todos lados, por eso es quien es. Con esto, me acerco un poco a la postura pandeísta de Spinoza: Dios es sustancia, es perfecto, es y no es al mismo tiempo. Me parece que el gran error de los seres humanos es pretender encasillar a Dios como una persona similar a nosotros pero ajena a nosotros. Regreso a lo que dice la canción: está con nosotros, somos nosotros mismos (esto último lo agrego yo).

Decía antes que, mientras escuchaba la canción, lloré durante varios minutos. La reproduje varias veces, buscando seguramente agotar la totalidad del llanto reservado para los siguientes días. Allí mismo, en You Tube, encontré varios covers de la misma canción y elegí un par de ellos para escucharlos. Una chica gringa que ejecuta uno de los covers junto con Joan Osborne, son las culpables de que haya decidido volver a intentar emular a los músicos rasca-tripas (parafraseando a Pedrito Infante). En ese momento, aún con lágrimas en los ojos, saqué a la guitarra de su rincón y comencé a rascarle las tripas. Desempolvé también mis apuntes con las lecciones del Moyo y me puse a practicar. Desde entonces, sólo le he fallado un par de días. Actualmente, me está costando trabajo hacerme cancha para tocar pero defiendo esos escasos cuarenta y cinco minutos (una hora a lo más) al día teniendo como una de mis metas la de, algún día, tocar One of us y subir un video a You Tube.

Además de la canción ampliamente referida me motiva el hecho de poderle cantar canciones a Sabina y de que algún día ella las cante conmigo. Se me enchina la piel tan sólo de imaginar el momento en que yo toque alguna canción infantil (allá en la fuente / había un chorrito / se hacía grandote /se hacía chiquito) y ella se ponga a cantar y bailar. Viene a mi mente Pedrito en Pepe el toro cuando les canta a los hijos de su amigo boxeador la canción del osito carpintero.

Veremos que pasa, ya lo iré relatando en este espacio. Dice el viejo y conocido refrán (el Chapulín Colorado dixit): uno pone aquel dispone (lo de “aquel” es mi hereje aportación). Mientras tanto, seguiré ensayando todos los días sabiendo que Dios sonríe cada vez que vibran las cuerdas de mi guitarra.

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lunes, 24 de agosto de 2009

Cuento: El espejo del baño

Se levantó con mucha pesadez, con la sensación de que sus pies estuviesen dentro de unos botes con concreto. La noche anterior había sido una de las más largas de su vida, casi tan larga como En busca del tiempo perdido de Proust. Había bebido como si fuera la última noche de su vida. No recordaba todo lo que pasó al final pero sí lo del principio; había salido de la oficina junto con dos compañeros; el metro estaba muy cargado, los tres decidieron esperar a que se despejara un poco. Entraron a la cantina donde eran sumamente conocidos porque allí veían los partidos de la selección. Comenzaron con un par de cervezas y luego él mismo los convenció de pedir una botella de Absolut Azul; le siguió una más y después otra.

Apagó el despertador del celular; fue al baño y se miró con detalle en el espejo, el espectáculo le parecía deprimente. Se sintió como un mapache salvaje al ver sus ojeras, como un perro shar-pei al ver su frente arrugada y un insecto al pensar en su propia vida. Se metió a la regadera, se bañó sólo con agua fría, era una especie de penitencia que él mismo se imponía. Sintió que en lugar de agua, lo que le caían eran cubos de hielo que le golpeaban la cabeza y los hombros. Salió de la regadera y abrió lentamente la llave izquierda del lavabo; espero que comenzara salir agua caliente mientras se seguía contemplando al espejo. Sentía que el baño con agua fría lo había cambiado, que una persona distinta había salido de allí, pensó que serían los efectos terapéuticos del agua fría. El lavabo comenzaba a humear, el agua estaba lista. Hizo un cuenco con sus manos y se humedeció las mejillas, la barbilla y debajo de la nariz; repitió el acto unas tres veces hasta asegurarse de que la zona estaba perfectamente humedecida y blanda. Tomó el rastrillo, el mismo que venía utilizando los últimos tres años y al que, cosa curiosa, nunca le había cambiado las navajas. Comenzó a pasar el rastrillo por su pómulo derecho, justo debajo de la patilla. Mientras deslizaba el rastrillo por su cara sentía algo raro, como si alguien lo estuviese observando. Cuando alzó la mirada para verse nuevamente al espejó vio que la imagen, su imagen, no tenía ningún rastrillo en la mano y además le devolvía una sonrisa burlona. De pronto, la imagen sacó el brazo derecho, le tomó la mano que sostenía el rastrillo y la presionó con violencia sobre su mejilla izquierda. De inmediato comenzó a correr sangre. Volvió a ver el espejo y allí estaba su imagen, sangrando y llevándose la mano a la herida. Se limpió con abundante agua, ya no caliente, sino fría, fue a su botiquín a sacar una botella con alcohol (recordó la segunda botella de vodka de la noche anterior) y con un algodón se limpió la herida. Poco a poco fue dejando de sangrar, aunque seguramente la herida tardaría en cicatrizar completamente. Se colocó un par de cintas, de esas que él conocía desde niño como curitas.

Había perdido como veinte minutos; vio el reloj del celular y se dio cuenta de que apenas le quedaba tiempo; ya no tendría tiempo para desayunar. Se dirigió al clóset, tomó una camisa blanca y se la puso. Seleccionó después la corbata azul, aquella que su madre le había regalado de navidad hacía un par de años. Fue al espejo del baño (era el único que tenía pues hacía un varios meses que había roto accidentalmente el de su recámara). Se anudó la corbata frente al espejo, levantó la vista para ver si el nudo estaba derecho; se sorprendió al ver que la imagen devuelta no tenía ninguna corbata puesta. Miró de nuevo hacia su pecho, allí estaba la corbata. Cuando levantó de nuevo la vista, recibió un puñetazo exactamente en el lugar donde estaban puestos los curitas. La herida comenzó a sangrar de nuevo, pudo ver claramente en el espejo como se manchaba de rojo tanto su rostro, como la camisa y la corbata. Tomó la botella de alcohol (ahora se acordó de la tercera de vodka) y la caja con los curitas. Repitió la operación que había realizado apenas media hora antes. Seleccionó otra camisa, también blanca, y otra corbata, también azul. Ya no quiso mirarse al espejo para comprobar que el nudo estuviera alineado.


Tomó un taxi. En la radio escuchó que pasaban de las nueve treinta de la mañana, su hora de entrada era a las nueve. Como siempre, el tránsito estaba muy cargado, tan cargado como los vodkas que se había servido, pensó. Eran las diez y cuarto cuando llegó a la oficina. Ramírez lo esperaba con una cara poco amigable. Le comunicó la noticia, la compañía había decidido prescindir de sus servicios. Le pedía que pasara de inmediato a recursos humanos por su liquidación. Ramírez, le dijo que no podía seguir tolerando esos retrasos al mismo tiempo que contemplaba su mejilla vendada.

Salió del edificio con su cheque en la mano. Lo primero que haría al cambiarlo sería comprar un espejo nuevo para el baño.



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viernes, 21 de agosto de 2009

Relato: Quince años después

Existe un refrán que reza algo así como lo que elegí para el título de hoy. No es lo mismo los tres mosqueteros que veinte años después. La frase se refiere a dos trabajos de Alexandre Dumas padre, en ambas novelas son protagonistas Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan; una relata las aventuras de estos personajes y su secuela la hace de nuevo pero habiendo transcurrido dos décadas. A este escrito lo pude titular también veinte años después pero, según mis cuentas, no han transcurrido aún las dos décadas. Tampoco se trata de fusilarme a Dumas tal cual, hay que respetar al genio francés.

Ayer competí en una pista olímpica de atletismo después de en 1993 dejé el equipo de atletismo de la UNAM para, justo arrancado el año de 1994, comenzar a trabajar en la industria de la construcción, siguiendo una recomendación paterna. No es este el momento de recordar aquel viaje a Chiapas con mis hermanos Chubby, la Flaca y el Cachetes (quien en ese tiempo no era todavía tan cachetón como ahora). Sólo mencionaré que los cuatro, completamente ignorantes de las delicada situación en ese estado del sureste, salíamos de San Cristóbal de las Casas a las 20:00 hrs. del 31 de diciembre del 93 con destino a Tuxtla Gutiérrez. ¿Cómo adivinar que cuatro horas después estallaría la guerrilla zapatista? Dicen que los hubieran, hubiesen y demás verbos parecidos no existen pero ¿Qué hubiera pasado si nos hubiésemos quedado en San Cristóbal? Las hipótesis son infinitas: quizá habríamos conocido al Sub Marcos o tal vez el ejército nos confunde con zapatistas y nos pasa por las armas. Sólo Aquel sabrá porque decidimos irnos a Tuxtla Gutiérrez esa noche. Dije que no era el momento de recordar el tema de Chiapas; ¡qué absurdo soy! ¿quién pretendo ser para decir que no es tiempo para recordar algo? Se puede recordar cualquier cosa, en cualquier tiempo y en cualquier espacio. En fin, que Chiapas no es el tema del relato de hoy, sino mi retorno a las competencias de atletismo en pista después de varios años de que inició la lucha zapatista en el sureste.

No recuerdo con exactitud cual fue mi última participación como corredor en pista, supongo que alguna competencia interna de la UNAM. Vienen a mi mente muchos nombres de personas que dejé atrás desde que le di la espalda a la pista en mi amadísima Ciudad Universitaria y así cerrar un período sumamente importante de mi vida. Algunas personas son, por ejemplo, mi entrenadora Irma Corral; su esposo Luis, “el Tío”; los hijos de ambos, Luis, Michele, Janet y otras dos niñas cuyos nombres no recuerdo. También estaban compañeros como Fabio (el Alushe), Fátima (hermosa adolescente), Dorian (hermano de Fátima), Lorena (de quien estuve muy enamorado), Pepe Piña (con muchas facultades para correr), Joel (siempre con un fuerte olor a esfuerzo humano), Carballo (el que se meaba en los cajeros automáticos), Ricardo Saavedra (un tipo súper agradable), el Borrego (quien quería ser veterinario), Juan Manuel (que anduvo con Lorena), Juan Pablo (nos burlábamos de él porque estudiaba en el Instituto Escuela), Marychuy (gran saltadora de longitud), el Caballo (que estudiaba en el Colegio Olinca), Rodrigo (con quien me escribí algunas cartas cuando se fue a Europa), Marlene (según sé, se fue a estudiar a Estados Unidos). ¿Qué será de todos ellos? De pronto me entró la nostalgia y el deseo por saber lo que ha sido de sus vidas. A algunos los encontré en algunos momentos después de mi retiro de las pistas; por ejemplo, a Carballo me lo encontré en un mitin durante la campaña presidencial del PAN en el 94. De hecho, gracias a él, estuve participando en el centro de operaciones durante esas elecciones, después de haber sido representante de casilla. A Dorian lo encontré poco antes de venirme a vivir a San Juan del Río, hace casi cuatro años, mientras paseaba a la Pupa junto con mi Pequeña un domingo en las islas de CU; se había casado justo con una niña del atletismo con la que comenzó a andar mientras yo todavía entrenaba con ellos. A Pepe Piña lo vi, también poco antes de venir a San Juan, en Santa Fe, cerca de las oficinas de Coca-Cola; me comentó que trabajaba en el gobierno como inspector o algo así. Rodrigo, al igual que Lorena, estudió en la Facultad de Ingeniería de la UNAM; él, dos generaciones después de la mía y Lorena tres o cuatro. Allí me los encontraba de vez en cuando; ahora recuerdo que Rodrigo anduvo con Nancy, una compañera de la generación con la que salí; incluso aquel día me tomé una foto con ambos. De los demás no he vuelto a saber nada. Quizá algún día me dé de alta en Facebook o alguna de esas redes sociales y allí encuentre a algunos de ellos; sería interesante saber que tan diferentes son ahora sus vidas.

Me quedan pocos minutos para terminar el relato de hoy, tengo que dar clase a las 7:00 AM en el TecMilenio. En recordar a mis compañeros de equipo se me fue el tiempo y ya no escribí lo que en principio quería comentar. Ni hablar, así es esto; lo importante es que las palabras fluyan, este espacio es justo para eso. Para que no quede en el aire el título, diré que, como mencioné al inicio, ayer corrí en pista. Participé representando al Tecnológico de San Juan del Río en los juegos regionales del Sindicato de Trabajadores de Institutos Tecnológicos (o algo así, no estoy tan enterado de esos nombres rimbombantes). Competí en dos pruebas: primero en los 5,000 metros, por la que iba originalmente y después me apunté en los 1,500 metros. En ambas quedé en segundo lugar, sólo debajo de Joel, un gallo de Toluca quien, según supe después, ganó el maratón de Dallas en 2001 y 2002; aunque Joel ya no compite profesionalmente, se mantiene activo y por supuesto que nos sacó muchísima ventaja el resto de los corredores. Por cierto que estableceré contacto con él ya que también da clases en Ciencias Básicas en el Tec de Toluca.

Cosa curiosa, durante los cuatro años que competí en la UNAM, jamás logré ir a un evento de relevancia; justo una de mis grandes frustraciones, fue la de nunca haber podido competir en un nacional, ni haber destacado en mis pruebas, los 400 y los 800 metros planos. Ayer, quince años después de haber abandonado las pistas, gané ese segundo lugar que me llevará al evento Nacional en octubre. ¡Qué cosas! Las circunstancias ahora son muy distintas a las de hace quince años: los escenarios, las personas y las condiciones son otras. Sin embargo, he de decir que me siento satisfecho y motivado para entrenar fuerte con miras al Nacional. Después de quince años, por fin podré cumplir mi sueño de asistir a un evento nacional. En cierta forma, siento que la vida y Dios me compensan. Gracias.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Relato: entrenamiento y carrera 10 km

¿Por qué corro? ¿Para qué? ¿Qué persigo? Son algunas de las preguntas que me he hecho durante mucho tiempo; mientras encuentro una respuesta, sigo corriendo. Esta pequeña reflexión viene a colación porque hoy estaré compitiendo en el Tecnológico de Querétaro representando al Tecnológico de San Juan en la prueba de 5 kilómetros. Por muy diversas razones, 2009 ha estado muy irregular en lo que se refiere a la carrera; en febrero me contracturé la espalda por no estirar los músculos adecuadamente, en abril me lastimé la rodilla jugando fútbol con mis alumnos de Arquitectura y en junio tuve que detenerme de nuevo por una gripe que amenazaba con ser influenza (enfermedad que, por cierto, pesqué en el festival Vive Latino, en la hermana República de Chilangolandia). En fin, que he estado sumamente irregular y, entre otras cosas, tuve que abortar mi idea de correr el maratón de San Luis Potosí en junio. Me lo había propuesto hace un año cuando corrí el maratón de León pero, cada vez lo sé mejor, uno propone y Aquel dispone.

Ahora la idea es retar a la influeza, al smog y a la inseguridad para correr el maratón de Chilangolandia el próximo 27 de septiembre. Todo lo que me sucedió este año y que me impidió tener regularidad en mis entrenamientos me demostró nuevamente algo que los corredores sabemos muy bien: los maratones y la carrera en general implican mucha disciplina no sólo para ser constante con los entrenamientos; se trata de una preparación y un cuidado constantes en muchos otros sentidos: actitud, alimentación, descanso y, especialmente, cuidarse mucho de lesiones y enfermedades.

El fin de semana realizaré un viaje relámpago a Chilangolandia para llevar el auto familiar (es lamentable su estado físico) con el mecánico de confianza de mi Pequeña. Creo que podríamos aguantar un rato más el coche en sus actuales condiciones, pero Sabina demanda que lo arreglemos inmediatamente (ni hablar, aún no nace y ya nos exige). En fin, que aprovecharé el viaje a la República de las Transas y el Smog (parafraseando a Alejandro Lora) para hacer entrenamiento de distancia, tres horas continuas, por las calles de esa bella y conflictiva metrópoli. Será ésta la primera de tres sesiones similares antes del 27 de septiembre.
Entre otras cosas, estaré comentando sobre mi preparación en este espacio; si algún despistado ha leído hasta aquí, le agradezco mucho la paciencia.
Hasta mañana (si Aquel lo permite).

lunes, 17 de agosto de 2009

Cuento: El roble junto a la hilera de álamos

El periódico está ya muy amarillento y con un fuerte olor a humedad. Este pedazo de papel que marca el inicio de algo tan importante en mi vida, nunca mereció de mi parte el haber sido enmarcado o por lo menos haberla envuelto con algún plástico. Siempre guardé esa hoja dentro de algún libro y desde hace un par de años se encontró entre las páginas 198 y 199 del Tomo III de México a Través de los Siglos, en la primera edición que presentó la editorial Cumbre. Cuando me he puesto a pensar en la razón por la cual no he dado algún trato diferente a esta hoja de periódico, es porque quizá no quería que nadie la viese, después de todo nadie me creería lo que significa en mi vida.

Estaba por cumplir cuarenta y ocho años; lo digo así porque es un hecho que no llegaré a cumplirlos. Los médicos me detectaron hace dos años cáncer en el hígado y todos los intentos por curarme han sido en vano. La enfermedad ha ido minando mis fuerzas de forma vertiginosa y sé que tengo muy pocos días de vida, siento incluso que tal vez únicamente algunas horas. Después de mucha insistencia de parte mía, hoy mi hija Mónica me contó que el doctor Sánchez le confirmó anteayer que definitivamente estoy desahuciado.

Para ser sinceros, yo esperaba que la profecía sobre mi muerte, precisamente antes de llegar a los cuarenta y ocho años, no se llegara a cumplir, pero no estoy más que confirmando que no se equivocaban cuando me lo dijeron. Aquel día me hicieron dos predicciones que se relacionaban con el final de mi vida; ambas se están cumpliendo con asombrosa precisión, aunque a decir verdad, no tendría por qué sorprenderme.

La hoja de periódico a la que hago referencia y que en estos momentos tengo tomada con mi mano izquierda mientras escribo con la derecha, contiene una noticia que apareció hace casi cuarenta años, es decir, cuando yo tenía escasos ocho años. La nota narraba que dos leones y un canguro se habían escapado de las jaulas de un circo que se presentaba en la ciudad de Querétaro. Uno de los empleados del circo estaba en estado de ebriedad y no aseguró correctamente los candados de las jaulas. La ciudad materialmente se paralizó aquel día pues los cuerpos de policía y bomberos, e incluso el ejército, estaban muy ocupados persiguiendo a los tres animales. Al final, se mencionaba que sólo fueron atrapados el canguro y uno de los leones después de mucho trabajo y alarma entre la población; el segundo león, al parecer el de más edad, había logrado escapar. Lo anterior era sumamente extraño porque la Alameda, en donde había sido visto por última vez, estaba completamente cercada por soldados. Una de las hipótesis que tenía el reportero, era que los soldados se habían descuidado y el león había salido de la Alameda; posteriormente, alguien lo habría capturado para después venderlo de contrabando a algún traficante de animales. Con este comentario termina la nota del periódico.

Mi padre, que era ingeniero, me había llevado a Querétaro por los días en que aquello sucedió para que juntos visitáramos distintas escuelas primarias de la ciudad, ya que el otoño siguiente me inscribiría en alguna de ellas. La empresa para la que él trabajaba lo había asignado a la construcción de una planta productora de papel que se instalaría en la ciudad. En aquel tiempo, nosotros vivíamos en la Ciudad de México; mi madre había fallecido hacía seis meses en un accidente automovilístico cerca de la casa donde vivíamos, razón por la que yo me encontraba muy triste. Mi padre pensó que el cambio de residencia me ayudaría a cambiar el ambiente que me recordaba a cada momento la trágica muerte de mi madre.

El día de la fuga de los animales, mi padre y yo estábamos en la Alameda; habíamos caminado toda la mañana por lo que me encontraba con mucha sed y me dolían los pies. Se lo hice saber a mi padre quien me pidió que lo esperara sentado en una banca al centro de la Alameda mientras él compraba algo para refrescarme.

Cuando se fue mi padre, había unas personas cerca de donde yo estaba sentado, poco después se retiraron y entonces me quedé completamente sólo. Contemplaba una hilera de hermosos álamos que estaba frente a mí cuando de pronto escuché pesados pasos que se aproximaban por atrás. Sentí mucho temor porque de inmediato supe que no eran los pasos de una persona. Giré la cabeza hacia atrás y el miedo me paralizó completamente cuando miré a un gran león aproximándose hacia mí. No puede siquiera gritar, había ido muchas veces al zoológico pero nunca había visto un león tan grande, o quizá no se veían tan grandes dentro de una jaula.

Conforme se fue acercando, su cabeza y su jadeante hocico quedaron a unos centímetros de mi rostro, incluso recuerdo como sentí su tibio aliento, el león me miró fijamente a los ojos, volteó hacia ambos lados, después hacia atrás y después se volvió a mirarme fijamente, como si buscara algo dentro de mis ojos. Entonces sucedió lo inesperado; con un fuerte tono de voz pero reflejando temor, el león habló — ¡Ayúdame por favor, me persiguen y si me atrapan me van a regresar al circo! — Yo no lo podía creer, un león me estaba hablando y me pedía ayuda.

— ¡Date prisa muchacho! Los soldados están muy cerca. ¡Por favor, no quiero regresar al circo, allí me maltratan mucho, estoy siempre encerrado y la comida es malísima! — Mi temor inicial se había transformado en asombro, pero finalmente mi lengua se movió para articular algunas palabras— ¿Cómo te puedo ayudar? Tan sólo tengo ocho años y no te podría esconder; además mi padre no tarda en venir.

— Existe una forma en la que me puedes ayudar— me dijo. Soy descendiente de una familia de leones sagrados de la India y hasta hoy no había encontrado un ser humano con el que pudiera hablar, pensé que nunca encontraría ninguno; cada función del circo, buscaba en las miradas de los espectadores para ver si encontraba lo que por fin hallé en tu mirada. Cuando vi tus ojos supe que tú eras de los pocos humanos con la capacidad de escucharme, lo cual me confirma también que puedes ayudar a esconderme. Simplemente tienes que pronunciar la palabra sacaralacastapio tres veces y me transformaré en un roble; lo malo es que tendré que quedarme aquí por siempre y sólo volver a ser león cuando tú vengas a visitarme. Aún así, prefiero eso que volver al circo ¡Rápido que ahí vienen!— Yo estaba tan desconcertado que no podía responderle nada, pero en su mirada se reflejaba verdadera angustia.

¡Se me olvidaba!— me dijo — A cambio del favor que me harás, cada vez que vengas a este lugar y pronuncies sacaralacastapio tres veces, yo me transformaré nuevamente en león, entonces podemos conversar y yo adivinaré tu futuro. Para que creas que tengo la facultad de ver tu presente, tu pasado y tu futuro, te puedo decir que tu papá es ingeniero y que viene de la Ciudad de México a trabajar en la construcción de una fábrica, también sé que tu madre murió trágicamente hace poco. La primera predicción que te puedo hacer es que tu padre y tú se quedarán a vivir definitivamente en Querétaro y aquí encontrarás consuelo por la pérdida de tu madre. ¡Rápido muchacho, mi tranquilidad y el que seas capaz de conocer tu futuro dependen de ti!

Me había repuesto de mi asombro. No sé cómo lo logré, pero a pesar de que aquella palabra parecía un trabalenguas, la logré pronunciar al segundo intento tres veces seguidas, tal como me lo había pedido el león. A partir de ese momento, un gran roble estaba junto a la hilera de álamos que hasta hacía unos minutos yo había estado contemplado. Poco después llegaron unos soldados y con ellos mi padre muy asustado, al verme de inmediato me abrazó y me preguntó si estaba yo bien; le contesté que sí. De inicio los soldados no lo habían dejado pasar diciéndole que había un león adentro, pero después de decirles que yo estaba allí, dejaron que los acompañara. De momento pensé en contarle al menos a mi padre lo que me había pasado, pero estaba tan seguro de que no me creería, que decidí no hacerlo. Ni yo mismo lo podía creer, ¿me lo habría imaginado? Lo que sí era un hecho, era que el roble no estaba allí cuando llegué.

El tiempo ha transcurrido con la implacable velocidad de un huracán. En los cuarenta años que han pasado desde aquel día, he ido a visitar al león en muchas ocasiones; sin embargo, cada vez lo hacía con menos frecuencia porque se volvía más difícil. La ciudad crece aceleradamente, de un día a otro está más poblada y es difícil que en la Alameda frente a aquel roble no haya ninguna persona para así poder pronunciar las palabras mágicas y saludar a mi amigo. En alguna de mis primeras visitas, me contó la historia sagrada de sus ancestros y que su nombre era Raahid. Conversábamos todo el tiempo que nos era posible y generalmente le pedía que me diese por lo menos alguna predicción sobre mi futuro; todas ellas, sin excepción, se han ido cumpliendo. Entre muchas otras cosas, Raahid me dijo que mi padre se volvería a casar con una mujer queretana a quien yo querría mucho y a la cual llegaría yo a considerar como mi segunda madre. También me dijo que tendría dos medios hermanos, los cuales tuve. Estando en la secundaria, una vez me dijo que sería ingeniero como mi padre y algún otro día me dijo la edad exacta a la que me casaría; todo ello se ha cumplido.

Confieso que varias veces traté de hacer cosas para que no se cumpliesen a cabalidad las predicciones de Raahid pero todos los intentos resultaron infructuosos; por ejemplo, en alguna ocasión me dijo que tendría una hija y que se llamaría Mónica. Cuando mi hija nació quise ponerle cualquier nombre distinto pero mi esposa insistió en que llevara el nombre de Mónica pues así se llamaba su abuela. Lo más que logré, fue que tuviera un segundo nombre. La bautizamos como Mónica Gabriela y yo me empeñaba en decirle a toda la gente que su nombre era Gabriela; pero nadie más que yo le decía así, todos la llamaron siempre por su primer nombre. Después de algunos años me resigné e incluso también para mi, su segundo nombre quedó sólo en sus papeles.

Intenté tener más hijos pero una enfermedad me provocó esterilidad pocos meses después de que nació Mónica, de esta forma se cumplió también la predicción de Raahid de que tendría únicamente una hija.

Estoy ya cansado de escribir mi relato, el dolor y el cáncer me consumen. Tengo las horas de vida contadas, muero joven tal como me lo dijo Raahid. Esta predicción no me la quería dar a conocer pero después de recordarle la amistad que teníamos aceptó decírmelo confesándome también que la palabra sacaralacastapio pronunciada tres veces seguidas, además de haberlo metamorfoseado a él en roble, nos ligaba a ambos de tal forma que los dos moriríamos justo al mismo tiempo. Desafortunadamente, por mi enfermedad no me fue posible ir a darle una última visita para que nos despidiésemos pero confío en encontrarlo nuevamente en algún lugar.

En estos momentos, Raahid, el roble que está junto a la hilera de álamos en el centro de la Alameda, también se muere. Sólo una predicción faltaba por cumplirse; al final de mi vida yo escribiría un cuento y alguien lo leería.

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miércoles, 12 de agosto de 2009

Cuento: El Acta

Se dio cuenta que no estaba cerrado con seguro y entró. Vio que su madre estaba en la cocina. – ¿Cómo es que no me escuchó mientras tocaba la puerta? – se preguntó Imelda. No le prestó atención, hacía varios días que su mamá estaba distante. Se encaminó directamente a su recámara, su cama estaba tendida. – Mamá no está tan enojada conmigo, tan es así, que hizo mi cama – pensó. Una vez más se puso a pensar en la razón por la que su madre seguía molesta con ella. Ese sábado había sido convencida por Carlos, su novio, de que se quedara más tiempo en la reunión en el departamento del Migue.

– Pero mínimo le hablo a mi mamá para avisarle que llego más tarde ¿no güey?
– Mejor no. Igual te calabacea como la otra vez, ya vez como es tu jefa de mamila. ¡Chingue su madre, así nada más!
– ¡Va! Pero después a ti te va a tocar echarle el rollo ¿eh?
– ¡Okas, no hay pedo! Aunque ya sabes que ella no me puede ni ver, pero no hay fijón.

Tocaron la puerta de la entrada. Imelda salió de su cuarto y antes de que su mamá cerrara la puerta, alcanzó a ver que era su amiga Jimena. Estaba segura que había ido a preguntar por ella y que su mamá la había negado. Ni el intento hizo por reclamarle, sabía que no le respondería nada, ya se estaba acostumbrando. Se sentía agobiada, ¿cuánto más duraría sin hablarle? Decidió salir a dar una vuelta; pasó por donde estaba Morris, el gato, quien atento la seguía con la mirada.

En la calle la gente iba cubierta, ella, apenas con una ligera playera. En la esquina no estaba ninguno de sus amigos, se encaminó al parque a ver si encontraba a alguien pero tampoco había nadie. Entristeció al sentirse tan sola; era algo que le pasaba con frecuencia, sobre todo últimamente. Pensó en hermana gemela, fallecida cuando nacieron ambas, allá, en Tijuana. ¿Cómo sería su vida si su hermana no hubiese fallecido? No hubiese crecido tan sola, tendría una amiga con quien jugar y compartir lo que sentía, lo que pensaba, lo que le pasaba. A veces lamentaba no haber sido ella quien se murió.

Estuvo un rato más sentada en la explanada central del parque, esperando que llegara alguien. Nadie, sólo el tamalero en su carrito y algunas personas haciendo ejercicio. Se acordó nuevamente de Carlos.

– ¡Ya no chupes güey! Acuérdate que me tienes que llevar a la casa.
– ¡Si nada más es una chelita, no mames!
– Si güey, pero ya cuantas llevas. Nada más para eso me quedo, siempre sales con tus mamadas. ¡Ya llévame a mi casa, güey!
– ¡No seas mamila! No pasa nada, nada más me termino ésta y nos vamos. No te encabrones.
– ¿Cómo chingados no me voy a encabronar? ¡Siempre lo mismo contigo! Ya dijiste, diez minutos como máximo o me largo sola.
– ¡Ya, ya! No me estés chingando. En diez minutos nos vamos.
– Y no creas que soy pendeja ¿eh? Ya me di cuenta que desde hace rato el Migue te está rolando la mota.
– ¡Ya estuvo bueno chingada madre! Ya te dije que en diez minutos nos vamos.

Pasados diez minutos, salieron del departamento. Él se tambaleaba al caminar, no era la primera vez que Imelda lo veía así. Se subieron al coche, en el CD se escuchaba la voz de Enrique Bunbury con Sirena varada; él trataba de hacerle plática pero ella no respondía nada; no insistió, sólo subió el volumen.

No habían hablado desde ese día. Imelda no entendía porque Carlos no dejaba la mariguana, ¿cómo es que ella sí había podido? Pensó que él sólo decía que sí para darle el avión, pero en realidad no la quería dejar. Lo malo era que cada vez fumaba más, además de que siempre estaba bebiendo. Ni los dos accidentes que había tenido, uno en la moto y otro en el coche de su papá, hacían que dejara los vicios. – ¡Ese güey no tiene remedio me cae!, nada lo hace cambiar y un día de estos a mi también me anda cargando la chingada junto con él – pensó.

Regresó a la casa. Se dio cuenta que su mamá ya no estaba porque la chapa grande estaba cerrada y no pudo entrar. Se molestó al pensar que su mamá no se percatara de que no se había llevado las llaves. – Estoy segura que las vio – pensó. – ¿Cuándo carajos se le va a quitar lo encabronada? Observó que la ventana de enfrente estaba medio abierta; fácilmente saltó y entró por allí. Mientras atravesaba la ventana pasó una patrulla, por suerte no la vio.

Su madre no había regresado. En la cómoda del pasillo encontró papeles revueltos, se acercó a hojearlos. Había varias cosas, certificados de escuela, un par de contratos de arrendamiento, varios recibos. Le llamó la atención un documento con fondo azul y lo comenzó a leer; era un acta de defunción donde podía leer el nombre de Rosa Imelda Rodríguez Serna. Hasta ese momento, nunca había sabido el nombre de su hermana fallecida. – ¡Qué ideas de mis papás! ¡Ponerme a mí el mismo nombre de ella! ¡Me cae que sólo a ellos se les pudo ocurrir algo así! – pensó. – ¿Cómo es que nunca supe el nombre que le habían puesto? ¿Por qué nunca me dijo mi mamá que nos llamábamos igual? ¿Por qué nunca se me ocurrió preguntar su nombre?

Con el acta en la mano, se sentó en el piso de la cocina, junto a la estufa donde su mamá había dejado una olla con agua hirviendo. Derramaba algunas lágrimas pensando en su hermana, quien, recién lo descubría, además de su gemela era su homónima. Se propuso que algún día iría a visitar su tumba en Tijuana. Se secó las lágrimas y leyó el acta con más atención. Un gélido viento le recorrió la espalda cuando se dio cuenta que no había transcurrido ni una semana de la fecha de defunción. De un salto se puso en pie. Sin dudarlo un instante, introdujo su mano en el agua hirviendo; no sintió nada. Volteó y se dio cuenta que, desde el comedor, Morris la miraba fijamente.

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