miércoles, 26 de agosto de 2009

Cuento: Bombín

Intenté acelerar para alcanzar a atravesar la Avenida Central antes de que el semáforo cambiara al rojo, pero la camioneta y el taxi que iban adelante me lo impidieron. Tuve que resignarme a que llegaría tarde a la cita con el Arquitecto González quien seguramente estaría molesto pues no sería la primera vez que llegaba tarde. Había hecho todo lo posible por ajustar el tiempo para no retrasarme pero no fue suficiente. Justo cuando iba a salir, mi hija me pidió que la ayudara a bajar su maleta roja de la parte más alta del clóset. Su mamá se estaba bañando así que nadie más la podría ayudar.

Sabía que aquel semáforo tardaba mucho tiempo en cambiar a la luz verde. Por alguna razón que no entendía, había un lapso de tiempo en el cual todos los semáforos estaban en rojo. En eso estaba pensando cuando lo vi. Tenía la clásica nariz roja de bola y el rostro blanco con unos círculos rojos en las mejillas, cejas delineadas de forma muy ligera y en las comisuras de los labios tenía también unas delgadas líneas a manera de prolongación de la sonrisa. Llevaba puesto un saco mitad amarillo mitad rojo en sentido vertical, tenía unos parches morados en ambos codos. El pantalón era de los mismos colores, sólo que al revés del saco: el amarillo del lado izquierdo y el rojo del derecho. Sus zapatos no eran los clásicos grandes, eran unos zapatos negros de vestir que desentonaban con el resto de la indumentaria. Vi que traía colgada al hombro una mochila grande, supuse que allí tenía guardados los zapatos. Al final de todo observé su cabeza; tenía puesta una peluca dorada; no era la más usual, encrespada, sino completamente lacia y larga hasta el cuello. Coronando la cabeza y la peluca, un sombrero, también de colores amarillo y rojo, tenía al frente escrito en letras azules lo que supuse era el nombre del payaso: “Bombín”.

Fue la peluca de Bombín lo que me trajo a la memoria la primera fiesta de cumpleaños que recuerdo. No era una fiesta en mi honor, sino de mi primo Luis. Sus papás, mis tíos Emma y Juan, organizaron una fiesta para celebrar el segundo cumpleaños de Luis, al mismo tiempo que festejaron el bautizo de su otro hijo, José Antonio. Debido a su edad, ni Luis ni José Antonio disfrutaron de la presentación de los payasos que mis tíos habían contratado. Yo tenía cinco o seis años y nunca había tenido una fiesta de cumpleaños con payasos; únicamente los había visto en televisión. Quedé encantado con la actuación de esos dos payasos. La hora que duró el show transcurrió para mí rápidamente y con el tiempo se convertiría en uno de los recuerdos más felices de mi infancia. Reí a carcajadas con los pastelazos que se lanzaron, la tabla con la que se golpeaban el trasero y los chistes que ambos contaban. Tan absorto estaba con el espectáculo que nunca alcé la mano para pasar a participar con ellos, mientras que la mayoría de los niños lo hacían al primer llamado. Aquella fiesta de mis primos fue inolvidable.

El semáforo no cambiaba al verde, por experiencia sabía que todavía tardaría un rato. Bombín estaba ansioso y volteaba hacia los dos lados de la calle como buscando a alguien. Veía también su reloj. Era domingo y por la hora, las diez y media de la mañana, supuse que se le estaba haciendo tarde para alguna presentación y estaría esperando a alguien. Cuando vi su peluca dorada brillando al sol recordé que al siguiente año de la fiesta de mis primos, mis papás me organizaron una en la que contrataron por primera vez a un payaso. Yo pedí que fueran los mismos que había asistido a la fiesta de mis primos pero no fue posible, no recuerdo bien la razón. El payaso que llegó a mi casa, resultó ser un tipo muy sucio que llegó tarde a la cita y con aliento a alcohólico. Fue una decepción muy grande pues lo comparaba con aquellos payasos de la fiesta de mis primos. Recuerdo muy bien como al final, el payaso y mi papá se hicieron de palabras por los justos reclamos se la hacían a aquel pseudopayaso.
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Bombín se veía cada vez más ansioso. Observé su nariz roja y me hizo recordar un regalo que me hicieron mis tíos, los papás de Luis y José Antonio cuando cumplí diez años. Ellos sabían de la fascinación que tenía por los payasos y los magos, así que aquel día me obsequiaron un juego con un equipo completo para disfrazarse y maquillarse de payaso así como un set de magia. No quise abrir mis regalos aquel día para no compartirlo con ninguno de los niños que habían sido invitados a mi fiesta. Al día siguiente, estando completamente solo, lo abrí y de inmediato comencé a utilizarlo. Fue el mejor regalo que me hicieron en toda mi infancia, quizá en toda mi vida. Estaba fascinado con el maquillaje, el traje de colores, la peluca y los grandes zapatos. La nariz roja me gustó especialmente porque no tenía ningún resorte para colocarla. Se ajustaba a presión; únicamente quedaba un poco apretada pero se veía mucho más bonita que aquellas que tenían un resorte que atravesaba las mejillas. Con ese juego pasaba yo muchas horas de solitario entretenimiento.

La luz del semáforo seguía sin cambiar de color pero a mi no me importaba; estaba absorto pensando en aquellos días de mi infancia gracias al ansioso y preocupado Bombín. Recordaba haber ido a muchísimas fiestas con payasos y magos pero no lograba encontrar en qué momento comenzaría a perder mi fascinación por ellos. Recordé que a los quince o dieciséis años, estando ya en la preparatoria, asistí a un circo ruso que se presentó en la ciudad donde actuaban algunos payasos. Aunque fue un espectáculo muy bonito, los payasos de ese circo eran muy diferentes a los que yo conocía. No había pastelazos ni tablas con las que se golpeaban el trasero. Los payasos rusos eran mucho más serios pero más actores. Para ese entonces había dejado ya interesarme en los payasos; me habían absorbido otros pasatiempos y diversiones como el fútbol, los automóviles y, por supuesto, pasar las tardes con mi novia Eloísa. Fuimos a ese circo ruso pues justamente los papás de Eloísa me habían invitado. No olvidaré nunca ese día pues después del circo, Eloísa y yo fuimos al cine. De la película no recuerdo nada pues no le presté la menor atención; aquel fue el primer día en que ella y yo nos acariciamos y besamos como nunca antes lo habíamos hecho. Fue la primera vez que le metí la mano por debajo de su sostén, sentía tocar el cielo mientras le acariciaba sus generosos y firmes pechos. Ella a su vez pudo palpar mi excitación por encima de mi pantalón de mezclilla.

Las imágenes pasaban rápidamente en mi mente; tan rápido que todo lo recordaba mientras el semáforo aún estaba en rojo. Al rememorar aquel primer encuentro con Eloísa, me fue inevitable remitirme al encuentro sexual que algunos meses después tuvimos en el metro, viajando de la estación Barranca del Muerto a la de Polanco. Era cerca del medio día, íbamos a recoger los boletos para un concierto al que sus papás iban a ir. Nuestro ardiente deseo juvenil estaba en plena efervescencia; no perdíamos ninguna ocasión para besarnos, acariciarnos y estar juntos. Aquel día, cuando abordamos el vagón, nos dimos cuenta que estaba vacío. Sin hablar, de inmediato comenzamos a abrazarnos y a besarnos; cuando me di cuenta, ella ya tenía su falda levantada y se balanceaba rítmicamente gozando de mi virilidad dentro de ella. Terminamos poco antes de llegar a la estación Tacubaya, donde algunas personas abordaron el tren. Eloísa y yo nos mirábamos con una pícara sonrisa de satisfacción y complicidad. Una de las personas que abordaron era un triste payaso urbano que con un poco maquillaje en el sucio rostro, un raído chaleco y una nariz con resorte contaba algunos chistes malos para ganarse algunas monedas. De cierta forma, ese payaso estuvo presente en aquel furtivo encuentro con Eloísa.

Volví a mirar a Bombín; el semáforo, ahora sí, cambiaba al verde. El payaso me había traído algunos felices recuerdos de mi infancia y juventud. Supongo que por una especie de agradecimiento, cuando pasé junto a él, le hice un saludo con la mano y le regalé la mejor de mis sonrisas. Él me vio por un instante, alzó su mano por respuesta al tiempo que me devolvía la sonrisa. Supuse agitaría su mano al igual que la mía para responder a mi saludo; sin embargo, grande fue mi sorpresa al ver que, en vez de agitar su mano, Bombín giraba su palma hacia él al tiempo que sus dedos índice y anular se encogían, quedando el dedo medio completamente extendido. Reconocí de inmediato la fálica y obscena señal que tantas veces he hecho a los conductores que me rebasaban por la derecha o a los traileros que en carretera acercan en exceso su vehículo presionando para que los deje pasar. Bombín giró su cuerpo para asegurarse de que yo lo seguía observando por el retrovisor; la sonrisa no se borraba de su blanco rostro como tampoco dejaba de hacer la señal con la cual se despedía de mí.

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