domingo, 9 de agosto de 2009

Cuento: Sibila

Tocó el timbre repetidas veces pero nadie respondía. Era extraño, eran las once de la mañana y habitualmente a esa hora Manuel ya estaba en su consultorio. Javier dejó la caja en el piso para poder marcar desde su teléfono celular; halló el número que buscaba y lo marcó. Manuel contestó algo apresurado; le dijo que, en efecto, no se encontraba en el consultorio pero le pidió que lo esperara unos veinte minutos. Dejó la caja debajo de la sombra de un árbol y se sentó en el quicio de la puerta.

Abrió la caja y se quedó observando a la gatita. Estaba más tranquila que al principio pero de cualquier forma su mirada seguía reflejando tensión. Javier había convivido con muchos gatos desde su niñez y sabía distinguir, o al menos eso pensaba él, las emociones reflejadas en los ojos de los felinos. Mientras la observaba, vinieron a su mente algunos capítulos del libro de mitología grecorromana que leía por esos días. Justo el día anterior había aprendido que Sibila era un nombre genérico que se daba a las profetizas en Grecia y después en Roma. En ese momento decidió ponerle a la gatita el nombre de Sibila.

Mientras comenzaba a llamar a la gata por su nuevo nombre, seguramente el único que había tenido, acariciaba la cabeza de Sibila, quien respondía con tímidos ronroneos. Sibila era del tipo común de gatos atigrados pero con múltiples pinceladas de los más diversos colores. A Javier le llamó la atención desde que la vio pues nunca había visto a una gata tan “indefinida”; creía encontrar en ella todos los colores que un gato podía tener. Para matar el tiempo, se propuso el ejercicio mental de recordar todos los gatos que había conocido desde que era niño; cada vez que recordaba alguno buscaba el color o colores de ese gato en Sibila. Encontraba todos los tonos en ella; definitivamente, pensó, era una gata especial.

Mientras recordaba a Pepita, una gatita tipo siamés que le habían regalado a su hermana cuando Javier tenía ocho años, llegó Manuel. Se veía algo agitado; lo saludó, abrió la puerta y le pidió que pasara. Le platicó que había atendido de urgencia a un perro maltés que había sido atropellado pero que, afortunadamente, se encontraba fuera de peligro. Al tiempo que se lavaba las manos le comentaba que el perro había tenido suerte pues el accidente no le había dejado más que el susto y fuertes golpes pero ninguna fractura ni daño interno.

Después de escuchar, Javier le relató a Manuel la forma en que había encontrado a Sibila. Había llegado temprano al taller del maestro Silvano, su mecánico de confianza. Pensaba dejarle su coche para que lo revisara pues se venía jaloneando de forma extraña; quizá no era nada, pero Javier era muy precavido cuando se trataba de su auto. Mientras explicaba la falla, escuchó que algo se movía detrás de un viejo y oxidado motor en un rincón del taller; se asustó un poco y le preguntó al Güero, uno de los mecánicos, si sabía lo que era. El Güero le contestó que era un gato al que habían visto varias veces merodeando en el taller pero que ahora algo pasaba con él pues desde el día anterior no salía de aquel sitio; agregó que el maestro Silvano había dicho que si no salía en el transcurso del día, por la noche lo echaría a la calle pues no quería que se quedara allí. Javier se acercó al refugio del gato; al principio, éste le gruñó, pero pacientemente Javier se fue ganando su confianza hasta que lo pudo cargar para revisarlo. Observó que tenía unas heridas en el costado derecho.

Al levantarlo, también se dio cuenta que se trataba de una hembra. No quiso dejar a la gata allí; se angustió al pensar en que, como no se podría mover, la echarían a la calle y como seguramente estaba herida, tendría una dolorosa agonía que finalmente terminaría con su miserable vida. Le pidió al Güero una caja de cartón y metió en ella a la gata. Dejó su coche en el taller y tomó un taxi para dirigirse al consultorio de su amigo veterinario.

Manuel sacó de la caja a Sibila, quien no opuso ninguna resistencia. La colocó sobre la mesa de acero ubicada al centro del consultorio y la observó con detenimiento. Con ayuda del reflector, ambos pudieron ver con claridad que el costado derecho Sibila tenía un par de llagas semicirculares de unos dos centímetros de diámetro cada una, las cuales supuraban sangre y pus. El centro de ambas llagas era de un rojo intenso, mismo que se iba aclarando conforme se acercaba a las orillas. Con una lámpara, Manuel revisó también los ojos de la debilitada gatita, le midió la temperatura con ayuda de un termómetro rectal y finalmente le tomó el ritmo cardíaco.

El diagnóstico de Manuel fue definitivo; Sibila tenía leucemia. Manuel le explicó a Javier que la leucemia felina es un retrovirus, es decir, un virus que guarda su información genética como ARN. Cuando invade una célula, realiza una copia de esta información en forma de ADN, que penetra en el núcleo de la célula invadida y se integra con su material genético. El virus pasa así a perpetuarse en el organismo infectado. Aunque Javier no conocía tanto detalle, sí sabía que se trataba de una enfermedad muy común en los gatos. Probablemente, las heridas de Sibila habían sido causadas por alguna pelea con algún otro gato infectado con leucemia. Las heridas seguirían creciendo causándole una dolorosa muerte a Sibila, pues a consecuencia de la enfermedad, los tejidos dañados ya no se regeneraban.

No había mucho que pensar; el diagnóstico era muy claro. Lo mejor que se podía hacer era evitarle mayor sufrimiento a Sibila. Además, para Javier sería imposible hacerse cargo de la gata en caso de que se lograra salvar; él ya tenía en casa dos gatos que no aceptarían a un tercer gato adulto; pidió que Sibila fuera eutanasiada. Javier conocía bien a Manuel, por algo era el veterinario que atendía a sus animales desde hacía muchos años; sabía que él prefería siempre salvar a los animales antes de tomar la decisión de eutanasiarlos. Sin embargo, en este caso no había mejor alternativa.

En silencio, Manuel preparó y aplicó a Sibila la anestesia general para posteriormente inyectar la dosis letal en el corazón. En pocos segundos, Sibila vio extinguida su séptima vida reposando su esmirriado cuerpo en manos de Javier, quien no pudo contener sus lágrimas al ver que se apagaba la vida de un felino al que en menos de una hora le había tomado cariño. Javier abandonó el consultorio después de pagarle a Manuel sus honorarios.

Javier seguía trabajando en el gobierno municipal de San Luis como encargado del área de tesorería de la subdirección de tránsito. Sin embargo, a pesar de que había transcurrido varios meses, no podía olvidar a Sibila. Con relativa frecuencia venía a su mente el recuerdo de las supurantes llagas del costado derecho de la gatita. Ese par de semicírculos se le presentaban en sueños transformados por su subconsciente en los más diversos objetos: un par de balones de fútbol, manchas de humedad en la pared, cráteres en la luna o gotas de tinta en su ropa. Cualesquiera que fueran las circulares figuras, éstas siempre se convertían en las llagas del cuerpo de Sibila.

Javier se había acostumbrado a estos sueños hasta que, casi sin sentirlo, poco a poco se fueron espaciando hasta que después de casi dos años desaparecieron por completo. En ese tiempo habían sucedido cosas importantes en la vida de Javier; entre otras, había sido promovido a la dirección de área y nacía su primer hijo.

Una tarde, después de salir de la oficina, llevó a Sebastián, su hijo, a una consulta de rutina con el pediatra. A decir del médico, el bebé se iba desarrollando con normalidad. Mientras el doctor revisaba a Sebastián, Javier sintió un pequeño dolor en la boca del estómago; el médico vio que llevaba la mano al abdomen al tiempo que hacía un gesto de dolor y le preguntó si le pasaba algo. Javier le respondió que no era nada pero el doctor le recomendó que no dejara de atenderse; si quería, podía revisarse en la misma clínica terminando la consulta de Sebastián. Lo envió con el doctor Márquez, un médico gastroenterólogo cuyo consultorio estaba justo al lado del suyo.

El doctor Márquez revisó a Javier y mandó a que se tomara una tomografía. El estudio se realizaría en la misma clínica al día siguiente, Javier acudió puntual a la cita. Los resultados se le entregarían directamente al doctor Márquez, quien quedó en llamar a Javier en cuanto los tuviera.

El jueves de esa misma semana, Javier recibía la llamaba del doctor Márquez para que se vieran ese día. A las siete de la noche, Javier llegó al consultorio acompañado de Sara, su esposa. Con voz grave, Márquez les decía que no quería alarmarlos pero lo que había encontrado era de gravedad; todo parecía indicar que se trataba de un tumor cancerígeno en estado muy avanzado, los estudios complementarios y el tratamiento debían comenzarse de inmediato. Mostrándoles las imágenes de la tomografía, les señalaba la zona donde se podía ver que en el lado derecho del estómago de Javier se distinguía claramente la zona del tejido dañado como un par de formas semicirculares, cada una de aproximadamente dos centímetros de diámetro. El centro de los semicírculos era oscuro y se iba aclarando conforme se acercaba a las orillas.

*****

2 comentarios:

  1. Que tal Paco,

    Para mí este cuento captura muy bien la sensación dolorosa al confrontar a la muerte.
    Excelente narrativa, con pocas líneas capté el sentimiento de Javier hacia Sibila.

    Y como dirían los Hermanos Lelos, me dan ñañaras al leer y pensar en el cáncer, pero es parte de la vida y tu cuento muestra un ejemplo de ello.

    Gracias por compartir el cuento y nuevamente listo para el siguiente

    Saludos!!

    ResponderEliminar
  2. Gracias mi Dani.
    Ya sabes que este tema de los animales me llega. Vaya hasta la tierra de la hoja de maple un abrazo desde la tierra de la penca de nopal.

    ResponderEliminar