lunes, 31 de agosto de 2009

Cuento: Tú no decides

Tú no decides
Autor: Francisco García

Vació una mirada inquisitiva a la hoja de su compañero de la banca contigua, tal vez allí encontraría alguna de las respuestas. Nada. Él estaba igual, incluso peor (¿podría alguien saber menos que ella?). Las ecuaciones que se le presentaban tomaban de pronto formas caprichosas; parecía que de la hoja surgían dragones, quimeras, dioses o semidioses. El período había pasado de largo para ella; había asistido a muy pocas clases y, por si fuera poco, el día anterior no había podido estudiar nada. El trabajo en la farmacia, como siempre, había consumido su tiempo con una voracidad insaciable. Sentía cada vez más cerca el momento de tener que abandonar la escuela. Ella se resistía a hacerlo; realmente deseaba poder estudiar Derecho, igual que su prima. Sin embargo, sus sueños se desvanecían rápidamente. No sólo iba reprobando matemáticas; tenía problemas en prácticamente todas las demás materias. Incluso en física, a poco menos de medio semestre, estaba reprobada por acumulación de faltas.

Era inútil permanecer más tiempo frente al examen. La solución a las ecuaciones nunca llegaría mágicamente y además el profe García los vigilaba como dóberman, sería imposible que alguien le pasara las respuestas. Decidió dejarlo en blanco; únicamente le hizo una mueca a García al entregárselo. Salió del salón pero decidió esperarse para hablar con García; le pediría una oportunidad para presentar el examen de nuevo, estudiaría el fin de semana para prepararlo.

Sus compañeros, uno a uno, todos con caras que reflejaban frustración, abandonaban el salón. García estaba guardando sus cosas. Él la escuchaba, aunque parecía tener mucha prisa porque acomodaba rápidamente los exámenes en un folder. Le dijo que no podía repetirle el examen sólo a ella pero que si el resultado de la mayoría de sus compañeros era negativo, entonces consideraría una segunda vuelta. Mientras decía esto último abandonaba el salón. Mirna se quedó pensativa, deseando que a muchos les hubiera mal. Levantó la mirada y vio que en el escritorio había un par de hojas; seguramente eran de García; se asomó al balcón pero ya no lo alcanzó. Se quedó pensativa y luego comenzó a leer, eran dos hojas escritas en computadora:

Tú no decides
Autor: Francisco García

Vació una mirada inquisitiva a la hoja de su compañero de la banca contigua, tal vez allí encontraría alguna de las respuestas. Nada. Él estaba igual, incluso peor (¿podría alguien saber menos que ella?). Las ecuaciones que se le presentaban tomaban de pronto formas caprichosas; parecía que de la hoja surgían dragones, quimeras, dioses o semidioses. El período había pasado de largo para ella; había asistido a muy pocas clases y, por si fuera poco, el día anterior no había podido estudiar nada. El trabajo…

El lunes siguiente, al terminar la clase, Mirna esperó a que todos se fueran. Se quedó en el salón con García. Lo encaró y arrojó las hojas al escritorio.

— ­¿Qué significa esto García?
— Pues lo que leíste, nada más ni nada menos Mirna.
— ¿Estás loco o qué chingados?
— Nada de eso Mirna, únicamente lo hago por diversión.
— ¿Quién te crees tú?
— Nadie en particular; simplemente soy Francisco García.
— ¡Por favor García! No me quiero morir. Tengo sueños. Quiero estudiar, quiero dejar de trabajar en esa pinche farmacia.
— No es nada en contra de ti; de verdad.
— ¿Pero por qué no eliges a otra persona?
— A ver Mirna. Vamos aclarando algo ¿quién te ha creado?
— Tú…
— ¡Bien! Entonces ¿Quién decide si vives o mueres? Al menos, tú lo sabes, la idea es que mueras rápidamente, no sufrirás. Piensa que podría ser peor. ¿No has pensado que pude haber decidido que te violaran, te torturaran o que el accidente te dejara parapléjica? ¿Has pensado en la infinidad de posibilidades?
— ¡Me cae que estás bien pinche loco! ¿Acaso te sientes Dios o qué chingados?
— Por supuesto que no. Simplemente te puedo decir que una de las razones por las que escribo es para vaciar mis sueños, mis ideas y, seguramente, mis frustraciones y perversiones. Para esta historia, di vida a un personaje que tiene el destino que tú ya conoces. Ahora que lo dices, quizá tengas razón, tal vez también escriba para sentirme Dios. Pero no sé para qué te digo todo esto si tú ya lo sabes Mirna. Leíste hasta el final, todo este diálogo es conocido por ti; ni una palabra más, ni una palabra menos.
— ¡Chingas a tu madre pinche loco de mierda!
— Tranquila, tranquila. Ya es hora de irte, lo sabes bien.

Bañada en lágrimas y temblando de coraje y frustración, dio media vuelta. Bajó las escaleras y salió por la puerta principal. Mientras cruzaba la avenida, un microbús se pasó la luz roja; el golpe fue seco, ni siquiera lo sintió.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Cuento: Bombín

Intenté acelerar para alcanzar a atravesar la Avenida Central antes de que el semáforo cambiara al rojo, pero la camioneta y el taxi que iban adelante me lo impidieron. Tuve que resignarme a que llegaría tarde a la cita con el Arquitecto González quien seguramente estaría molesto pues no sería la primera vez que llegaba tarde. Había hecho todo lo posible por ajustar el tiempo para no retrasarme pero no fue suficiente. Justo cuando iba a salir, mi hija me pidió que la ayudara a bajar su maleta roja de la parte más alta del clóset. Su mamá se estaba bañando así que nadie más la podría ayudar.

Sabía que aquel semáforo tardaba mucho tiempo en cambiar a la luz verde. Por alguna razón que no entendía, había un lapso de tiempo en el cual todos los semáforos estaban en rojo. En eso estaba pensando cuando lo vi. Tenía la clásica nariz roja de bola y el rostro blanco con unos círculos rojos en las mejillas, cejas delineadas de forma muy ligera y en las comisuras de los labios tenía también unas delgadas líneas a manera de prolongación de la sonrisa. Llevaba puesto un saco mitad amarillo mitad rojo en sentido vertical, tenía unos parches morados en ambos codos. El pantalón era de los mismos colores, sólo que al revés del saco: el amarillo del lado izquierdo y el rojo del derecho. Sus zapatos no eran los clásicos grandes, eran unos zapatos negros de vestir que desentonaban con el resto de la indumentaria. Vi que traía colgada al hombro una mochila grande, supuse que allí tenía guardados los zapatos. Al final de todo observé su cabeza; tenía puesta una peluca dorada; no era la más usual, encrespada, sino completamente lacia y larga hasta el cuello. Coronando la cabeza y la peluca, un sombrero, también de colores amarillo y rojo, tenía al frente escrito en letras azules lo que supuse era el nombre del payaso: “Bombín”.

Fue la peluca de Bombín lo que me trajo a la memoria la primera fiesta de cumpleaños que recuerdo. No era una fiesta en mi honor, sino de mi primo Luis. Sus papás, mis tíos Emma y Juan, organizaron una fiesta para celebrar el segundo cumpleaños de Luis, al mismo tiempo que festejaron el bautizo de su otro hijo, José Antonio. Debido a su edad, ni Luis ni José Antonio disfrutaron de la presentación de los payasos que mis tíos habían contratado. Yo tenía cinco o seis años y nunca había tenido una fiesta de cumpleaños con payasos; únicamente los había visto en televisión. Quedé encantado con la actuación de esos dos payasos. La hora que duró el show transcurrió para mí rápidamente y con el tiempo se convertiría en uno de los recuerdos más felices de mi infancia. Reí a carcajadas con los pastelazos que se lanzaron, la tabla con la que se golpeaban el trasero y los chistes que ambos contaban. Tan absorto estaba con el espectáculo que nunca alcé la mano para pasar a participar con ellos, mientras que la mayoría de los niños lo hacían al primer llamado. Aquella fiesta de mis primos fue inolvidable.

El semáforo no cambiaba al verde, por experiencia sabía que todavía tardaría un rato. Bombín estaba ansioso y volteaba hacia los dos lados de la calle como buscando a alguien. Veía también su reloj. Era domingo y por la hora, las diez y media de la mañana, supuse que se le estaba haciendo tarde para alguna presentación y estaría esperando a alguien. Cuando vi su peluca dorada brillando al sol recordé que al siguiente año de la fiesta de mis primos, mis papás me organizaron una en la que contrataron por primera vez a un payaso. Yo pedí que fueran los mismos que había asistido a la fiesta de mis primos pero no fue posible, no recuerdo bien la razón. El payaso que llegó a mi casa, resultó ser un tipo muy sucio que llegó tarde a la cita y con aliento a alcohólico. Fue una decepción muy grande pues lo comparaba con aquellos payasos de la fiesta de mis primos. Recuerdo muy bien como al final, el payaso y mi papá se hicieron de palabras por los justos reclamos se la hacían a aquel pseudopayaso.
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Bombín se veía cada vez más ansioso. Observé su nariz roja y me hizo recordar un regalo que me hicieron mis tíos, los papás de Luis y José Antonio cuando cumplí diez años. Ellos sabían de la fascinación que tenía por los payasos y los magos, así que aquel día me obsequiaron un juego con un equipo completo para disfrazarse y maquillarse de payaso así como un set de magia. No quise abrir mis regalos aquel día para no compartirlo con ninguno de los niños que habían sido invitados a mi fiesta. Al día siguiente, estando completamente solo, lo abrí y de inmediato comencé a utilizarlo. Fue el mejor regalo que me hicieron en toda mi infancia, quizá en toda mi vida. Estaba fascinado con el maquillaje, el traje de colores, la peluca y los grandes zapatos. La nariz roja me gustó especialmente porque no tenía ningún resorte para colocarla. Se ajustaba a presión; únicamente quedaba un poco apretada pero se veía mucho más bonita que aquellas que tenían un resorte que atravesaba las mejillas. Con ese juego pasaba yo muchas horas de solitario entretenimiento.

La luz del semáforo seguía sin cambiar de color pero a mi no me importaba; estaba absorto pensando en aquellos días de mi infancia gracias al ansioso y preocupado Bombín. Recordaba haber ido a muchísimas fiestas con payasos y magos pero no lograba encontrar en qué momento comenzaría a perder mi fascinación por ellos. Recordé que a los quince o dieciséis años, estando ya en la preparatoria, asistí a un circo ruso que se presentó en la ciudad donde actuaban algunos payasos. Aunque fue un espectáculo muy bonito, los payasos de ese circo eran muy diferentes a los que yo conocía. No había pastelazos ni tablas con las que se golpeaban el trasero. Los payasos rusos eran mucho más serios pero más actores. Para ese entonces había dejado ya interesarme en los payasos; me habían absorbido otros pasatiempos y diversiones como el fútbol, los automóviles y, por supuesto, pasar las tardes con mi novia Eloísa. Fuimos a ese circo ruso pues justamente los papás de Eloísa me habían invitado. No olvidaré nunca ese día pues después del circo, Eloísa y yo fuimos al cine. De la película no recuerdo nada pues no le presté la menor atención; aquel fue el primer día en que ella y yo nos acariciamos y besamos como nunca antes lo habíamos hecho. Fue la primera vez que le metí la mano por debajo de su sostén, sentía tocar el cielo mientras le acariciaba sus generosos y firmes pechos. Ella a su vez pudo palpar mi excitación por encima de mi pantalón de mezclilla.

Las imágenes pasaban rápidamente en mi mente; tan rápido que todo lo recordaba mientras el semáforo aún estaba en rojo. Al rememorar aquel primer encuentro con Eloísa, me fue inevitable remitirme al encuentro sexual que algunos meses después tuvimos en el metro, viajando de la estación Barranca del Muerto a la de Polanco. Era cerca del medio día, íbamos a recoger los boletos para un concierto al que sus papás iban a ir. Nuestro ardiente deseo juvenil estaba en plena efervescencia; no perdíamos ninguna ocasión para besarnos, acariciarnos y estar juntos. Aquel día, cuando abordamos el vagón, nos dimos cuenta que estaba vacío. Sin hablar, de inmediato comenzamos a abrazarnos y a besarnos; cuando me di cuenta, ella ya tenía su falda levantada y se balanceaba rítmicamente gozando de mi virilidad dentro de ella. Terminamos poco antes de llegar a la estación Tacubaya, donde algunas personas abordaron el tren. Eloísa y yo nos mirábamos con una pícara sonrisa de satisfacción y complicidad. Una de las personas que abordaron era un triste payaso urbano que con un poco maquillaje en el sucio rostro, un raído chaleco y una nariz con resorte contaba algunos chistes malos para ganarse algunas monedas. De cierta forma, ese payaso estuvo presente en aquel furtivo encuentro con Eloísa.

Volví a mirar a Bombín; el semáforo, ahora sí, cambiaba al verde. El payaso me había traído algunos felices recuerdos de mi infancia y juventud. Supongo que por una especie de agradecimiento, cuando pasé junto a él, le hice un saludo con la mano y le regalé la mejor de mis sonrisas. Él me vio por un instante, alzó su mano por respuesta al tiempo que me devolvía la sonrisa. Supuse agitaría su mano al igual que la mía para responder a mi saludo; sin embargo, grande fue mi sorpresa al ver que, en vez de agitar su mano, Bombín giraba su palma hacia él al tiempo que sus dedos índice y anular se encogían, quedando el dedo medio completamente extendido. Reconocí de inmediato la fálica y obscena señal que tantas veces he hecho a los conductores que me rebasaban por la derecha o a los traileros que en carretera acercan en exceso su vehículo presionando para que los deje pasar. Bombín giró su cuerpo para asegurarse de que yo lo seguía observando por el retrovisor; la sonrisa no se borraba de su blanco rostro como tampoco dejaba de hacer la señal con la cual se despedía de mí.

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martes, 25 de agosto de 2009

Relato: One of us

Alaben su nombre con danza,
con pandero y con arpa canten,
porque Jehová tiene contentamiento
en su pueblo.
Salmo 149. 2-3.

Ignoro si algún día podré tocar aceptablemente la guitarra, yo esperaría que sí. Éste es mi tercer intento. El primero primera fue hace aproximadamente cuatro años, antes ve venir a radicar a San Juan del Río. Empecé a tomar clases los sábados con el Moyo. Por aquellos días andaba realizando semana a semana mis viajes de trabajo por el Bajío: Morelia, León, Irapuato, Celaya y anexas cargando a todos lados mi guitarra con el fin de ensayar. Inicié aprendiendo a leer las tablaturas y ejecutando los diversos ejercicios que me dejaba el Moyo. Alguna vez incluso venimos la Pequeña y yo de vacaciones a San Juan y me traje la lira para seguir ensayando y perfeccionar el Andante de Carulli. No recuerdo exactamente que pasó después, el caso es que la dejé. Seguramente argumenté falta de tiempo; quizá fue la temporada en la que comencé más en forma a preparar mi primer maratón, el de la Ciudad de México. Dejé la guitarra, como tantas cosas he dejado en mi vida y en general (no es justificación) dejamos los seres humanos. Ya instalado en San Juan, hubo un tibio intento por retomarla pero duró no más de un mes. Desde entonces, la guitarra estuvo guardada en su estuche durante más de tres años.

Hace un mes aproximadamente, la temporadita que tuve pocas clases debido a las vacaciones de verano, rescaté a la guitarra del abandono en el que la tenía y comencé a tocar de nuevo. Dado el escaso tiempo transcurrido, recuerdo bien como fue. Entré a You Tube buscando el video de la canción One of us de Joan Osborne. La idea era practicar mi inglés como lo hago con cierta frecuencia, leyendo letras de canciones a la vez que las escucho y las canto (perdón, las intento cantar), buscando mejorar mi pronunciación. Comencé a trabajar con el video y la letra. Para quien esté leyendo estas líneas y no conoce la canción referida, he de decir que se trata (para mi gusto) de una excelente composición que gira fundamentalmente alrededor de una pregunta: What if God was one of us? (algo así como ¿Qué pasaría si Dios fuese uno de nosotros?) En algún punto, la guapísima rubia también cuestiona ¿qué le preguntarías a Dios si estuvieses frente a él y sólo pudieras hacerle una pregunta? Tan solo un par de muestras de las filosóficas preguntas que se plantea en torno a la imagen de Dios. A pesar de que la he escuchado antes infinidad de veces, al tiempo que escuchaba, liberé una nada despreciable cantidad de secreciones lacrimales. Las preguntas son demoledoras y especialmente los son ahora para un servidor en mi actual situación: a pocos meses de que nazca Sabina, este tipo de cuestionamientos surgen a cada instante. A la pregunta de Joan Osborne de si Dios fuese uno de nosotros, yo le respondería que lo que hoy creo (hoy, ayer pensaba diferente y mañana seguramente creeré algo distinto) es que en efecto, Dios es uno de nosotros. De hecho, Dios está aquí, en este momento junto a mí (o dentro de mí) mientras tecleo. También está afuera, en el patio, cuidando el sueño de Mateo y de la Chaparra. Igualmente, el jefe está en la pancita de la Pequeña, pendiente del crecimiento de Sabina. El jefe soy yo mismo y también lo eres tú que lees esto (¡blasfemia! ¡crucificadle!). El jefe está en absolutamente todos lados, por eso es quien es. Con esto, me acerco un poco a la postura pandeísta de Spinoza: Dios es sustancia, es perfecto, es y no es al mismo tiempo. Me parece que el gran error de los seres humanos es pretender encasillar a Dios como una persona similar a nosotros pero ajena a nosotros. Regreso a lo que dice la canción: está con nosotros, somos nosotros mismos (esto último lo agrego yo).

Decía antes que, mientras escuchaba la canción, lloré durante varios minutos. La reproduje varias veces, buscando seguramente agotar la totalidad del llanto reservado para los siguientes días. Allí mismo, en You Tube, encontré varios covers de la misma canción y elegí un par de ellos para escucharlos. Una chica gringa que ejecuta uno de los covers junto con Joan Osborne, son las culpables de que haya decidido volver a intentar emular a los músicos rasca-tripas (parafraseando a Pedrito Infante). En ese momento, aún con lágrimas en los ojos, saqué a la guitarra de su rincón y comencé a rascarle las tripas. Desempolvé también mis apuntes con las lecciones del Moyo y me puse a practicar. Desde entonces, sólo le he fallado un par de días. Actualmente, me está costando trabajo hacerme cancha para tocar pero defiendo esos escasos cuarenta y cinco minutos (una hora a lo más) al día teniendo como una de mis metas la de, algún día, tocar One of us y subir un video a You Tube.

Además de la canción ampliamente referida me motiva el hecho de poderle cantar canciones a Sabina y de que algún día ella las cante conmigo. Se me enchina la piel tan sólo de imaginar el momento en que yo toque alguna canción infantil (allá en la fuente / había un chorrito / se hacía grandote /se hacía chiquito) y ella se ponga a cantar y bailar. Viene a mi mente Pedrito en Pepe el toro cuando les canta a los hijos de su amigo boxeador la canción del osito carpintero.

Veremos que pasa, ya lo iré relatando en este espacio. Dice el viejo y conocido refrán (el Chapulín Colorado dixit): uno pone aquel dispone (lo de “aquel” es mi hereje aportación). Mientras tanto, seguiré ensayando todos los días sabiendo que Dios sonríe cada vez que vibran las cuerdas de mi guitarra.

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lunes, 24 de agosto de 2009

Cuento: El espejo del baño

Se levantó con mucha pesadez, con la sensación de que sus pies estuviesen dentro de unos botes con concreto. La noche anterior había sido una de las más largas de su vida, casi tan larga como En busca del tiempo perdido de Proust. Había bebido como si fuera la última noche de su vida. No recordaba todo lo que pasó al final pero sí lo del principio; había salido de la oficina junto con dos compañeros; el metro estaba muy cargado, los tres decidieron esperar a que se despejara un poco. Entraron a la cantina donde eran sumamente conocidos porque allí veían los partidos de la selección. Comenzaron con un par de cervezas y luego él mismo los convenció de pedir una botella de Absolut Azul; le siguió una más y después otra.

Apagó el despertador del celular; fue al baño y se miró con detalle en el espejo, el espectáculo le parecía deprimente. Se sintió como un mapache salvaje al ver sus ojeras, como un perro shar-pei al ver su frente arrugada y un insecto al pensar en su propia vida. Se metió a la regadera, se bañó sólo con agua fría, era una especie de penitencia que él mismo se imponía. Sintió que en lugar de agua, lo que le caían eran cubos de hielo que le golpeaban la cabeza y los hombros. Salió de la regadera y abrió lentamente la llave izquierda del lavabo; espero que comenzara salir agua caliente mientras se seguía contemplando al espejo. Sentía que el baño con agua fría lo había cambiado, que una persona distinta había salido de allí, pensó que serían los efectos terapéuticos del agua fría. El lavabo comenzaba a humear, el agua estaba lista. Hizo un cuenco con sus manos y se humedeció las mejillas, la barbilla y debajo de la nariz; repitió el acto unas tres veces hasta asegurarse de que la zona estaba perfectamente humedecida y blanda. Tomó el rastrillo, el mismo que venía utilizando los últimos tres años y al que, cosa curiosa, nunca le había cambiado las navajas. Comenzó a pasar el rastrillo por su pómulo derecho, justo debajo de la patilla. Mientras deslizaba el rastrillo por su cara sentía algo raro, como si alguien lo estuviese observando. Cuando alzó la mirada para verse nuevamente al espejó vio que la imagen, su imagen, no tenía ningún rastrillo en la mano y además le devolvía una sonrisa burlona. De pronto, la imagen sacó el brazo derecho, le tomó la mano que sostenía el rastrillo y la presionó con violencia sobre su mejilla izquierda. De inmediato comenzó a correr sangre. Volvió a ver el espejo y allí estaba su imagen, sangrando y llevándose la mano a la herida. Se limpió con abundante agua, ya no caliente, sino fría, fue a su botiquín a sacar una botella con alcohol (recordó la segunda botella de vodka de la noche anterior) y con un algodón se limpió la herida. Poco a poco fue dejando de sangrar, aunque seguramente la herida tardaría en cicatrizar completamente. Se colocó un par de cintas, de esas que él conocía desde niño como curitas.

Había perdido como veinte minutos; vio el reloj del celular y se dio cuenta de que apenas le quedaba tiempo; ya no tendría tiempo para desayunar. Se dirigió al clóset, tomó una camisa blanca y se la puso. Seleccionó después la corbata azul, aquella que su madre le había regalado de navidad hacía un par de años. Fue al espejo del baño (era el único que tenía pues hacía un varios meses que había roto accidentalmente el de su recámara). Se anudó la corbata frente al espejo, levantó la vista para ver si el nudo estaba derecho; se sorprendió al ver que la imagen devuelta no tenía ninguna corbata puesta. Miró de nuevo hacia su pecho, allí estaba la corbata. Cuando levantó de nuevo la vista, recibió un puñetazo exactamente en el lugar donde estaban puestos los curitas. La herida comenzó a sangrar de nuevo, pudo ver claramente en el espejo como se manchaba de rojo tanto su rostro, como la camisa y la corbata. Tomó la botella de alcohol (ahora se acordó de la tercera de vodka) y la caja con los curitas. Repitió la operación que había realizado apenas media hora antes. Seleccionó otra camisa, también blanca, y otra corbata, también azul. Ya no quiso mirarse al espejo para comprobar que el nudo estuviera alineado.


Tomó un taxi. En la radio escuchó que pasaban de las nueve treinta de la mañana, su hora de entrada era a las nueve. Como siempre, el tránsito estaba muy cargado, tan cargado como los vodkas que se había servido, pensó. Eran las diez y cuarto cuando llegó a la oficina. Ramírez lo esperaba con una cara poco amigable. Le comunicó la noticia, la compañía había decidido prescindir de sus servicios. Le pedía que pasara de inmediato a recursos humanos por su liquidación. Ramírez, le dijo que no podía seguir tolerando esos retrasos al mismo tiempo que contemplaba su mejilla vendada.

Salió del edificio con su cheque en la mano. Lo primero que haría al cambiarlo sería comprar un espejo nuevo para el baño.



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viernes, 21 de agosto de 2009

Relato: Quince años después

Existe un refrán que reza algo así como lo que elegí para el título de hoy. No es lo mismo los tres mosqueteros que veinte años después. La frase se refiere a dos trabajos de Alexandre Dumas padre, en ambas novelas son protagonistas Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan; una relata las aventuras de estos personajes y su secuela la hace de nuevo pero habiendo transcurrido dos décadas. A este escrito lo pude titular también veinte años después pero, según mis cuentas, no han transcurrido aún las dos décadas. Tampoco se trata de fusilarme a Dumas tal cual, hay que respetar al genio francés.

Ayer competí en una pista olímpica de atletismo después de en 1993 dejé el equipo de atletismo de la UNAM para, justo arrancado el año de 1994, comenzar a trabajar en la industria de la construcción, siguiendo una recomendación paterna. No es este el momento de recordar aquel viaje a Chiapas con mis hermanos Chubby, la Flaca y el Cachetes (quien en ese tiempo no era todavía tan cachetón como ahora). Sólo mencionaré que los cuatro, completamente ignorantes de las delicada situación en ese estado del sureste, salíamos de San Cristóbal de las Casas a las 20:00 hrs. del 31 de diciembre del 93 con destino a Tuxtla Gutiérrez. ¿Cómo adivinar que cuatro horas después estallaría la guerrilla zapatista? Dicen que los hubieran, hubiesen y demás verbos parecidos no existen pero ¿Qué hubiera pasado si nos hubiésemos quedado en San Cristóbal? Las hipótesis son infinitas: quizá habríamos conocido al Sub Marcos o tal vez el ejército nos confunde con zapatistas y nos pasa por las armas. Sólo Aquel sabrá porque decidimos irnos a Tuxtla Gutiérrez esa noche. Dije que no era el momento de recordar el tema de Chiapas; ¡qué absurdo soy! ¿quién pretendo ser para decir que no es tiempo para recordar algo? Se puede recordar cualquier cosa, en cualquier tiempo y en cualquier espacio. En fin, que Chiapas no es el tema del relato de hoy, sino mi retorno a las competencias de atletismo en pista después de varios años de que inició la lucha zapatista en el sureste.

No recuerdo con exactitud cual fue mi última participación como corredor en pista, supongo que alguna competencia interna de la UNAM. Vienen a mi mente muchos nombres de personas que dejé atrás desde que le di la espalda a la pista en mi amadísima Ciudad Universitaria y así cerrar un período sumamente importante de mi vida. Algunas personas son, por ejemplo, mi entrenadora Irma Corral; su esposo Luis, “el Tío”; los hijos de ambos, Luis, Michele, Janet y otras dos niñas cuyos nombres no recuerdo. También estaban compañeros como Fabio (el Alushe), Fátima (hermosa adolescente), Dorian (hermano de Fátima), Lorena (de quien estuve muy enamorado), Pepe Piña (con muchas facultades para correr), Joel (siempre con un fuerte olor a esfuerzo humano), Carballo (el que se meaba en los cajeros automáticos), Ricardo Saavedra (un tipo súper agradable), el Borrego (quien quería ser veterinario), Juan Manuel (que anduvo con Lorena), Juan Pablo (nos burlábamos de él porque estudiaba en el Instituto Escuela), Marychuy (gran saltadora de longitud), el Caballo (que estudiaba en el Colegio Olinca), Rodrigo (con quien me escribí algunas cartas cuando se fue a Europa), Marlene (según sé, se fue a estudiar a Estados Unidos). ¿Qué será de todos ellos? De pronto me entró la nostalgia y el deseo por saber lo que ha sido de sus vidas. A algunos los encontré en algunos momentos después de mi retiro de las pistas; por ejemplo, a Carballo me lo encontré en un mitin durante la campaña presidencial del PAN en el 94. De hecho, gracias a él, estuve participando en el centro de operaciones durante esas elecciones, después de haber sido representante de casilla. A Dorian lo encontré poco antes de venirme a vivir a San Juan del Río, hace casi cuatro años, mientras paseaba a la Pupa junto con mi Pequeña un domingo en las islas de CU; se había casado justo con una niña del atletismo con la que comenzó a andar mientras yo todavía entrenaba con ellos. A Pepe Piña lo vi, también poco antes de venir a San Juan, en Santa Fe, cerca de las oficinas de Coca-Cola; me comentó que trabajaba en el gobierno como inspector o algo así. Rodrigo, al igual que Lorena, estudió en la Facultad de Ingeniería de la UNAM; él, dos generaciones después de la mía y Lorena tres o cuatro. Allí me los encontraba de vez en cuando; ahora recuerdo que Rodrigo anduvo con Nancy, una compañera de la generación con la que salí; incluso aquel día me tomé una foto con ambos. De los demás no he vuelto a saber nada. Quizá algún día me dé de alta en Facebook o alguna de esas redes sociales y allí encuentre a algunos de ellos; sería interesante saber que tan diferentes son ahora sus vidas.

Me quedan pocos minutos para terminar el relato de hoy, tengo que dar clase a las 7:00 AM en el TecMilenio. En recordar a mis compañeros de equipo se me fue el tiempo y ya no escribí lo que en principio quería comentar. Ni hablar, así es esto; lo importante es que las palabras fluyan, este espacio es justo para eso. Para que no quede en el aire el título, diré que, como mencioné al inicio, ayer corrí en pista. Participé representando al Tecnológico de San Juan del Río en los juegos regionales del Sindicato de Trabajadores de Institutos Tecnológicos (o algo así, no estoy tan enterado de esos nombres rimbombantes). Competí en dos pruebas: primero en los 5,000 metros, por la que iba originalmente y después me apunté en los 1,500 metros. En ambas quedé en segundo lugar, sólo debajo de Joel, un gallo de Toluca quien, según supe después, ganó el maratón de Dallas en 2001 y 2002; aunque Joel ya no compite profesionalmente, se mantiene activo y por supuesto que nos sacó muchísima ventaja el resto de los corredores. Por cierto que estableceré contacto con él ya que también da clases en Ciencias Básicas en el Tec de Toluca.

Cosa curiosa, durante los cuatro años que competí en la UNAM, jamás logré ir a un evento de relevancia; justo una de mis grandes frustraciones, fue la de nunca haber podido competir en un nacional, ni haber destacado en mis pruebas, los 400 y los 800 metros planos. Ayer, quince años después de haber abandonado las pistas, gané ese segundo lugar que me llevará al evento Nacional en octubre. ¡Qué cosas! Las circunstancias ahora son muy distintas a las de hace quince años: los escenarios, las personas y las condiciones son otras. Sin embargo, he de decir que me siento satisfecho y motivado para entrenar fuerte con miras al Nacional. Después de quince años, por fin podré cumplir mi sueño de asistir a un evento nacional. En cierta forma, siento que la vida y Dios me compensan. Gracias.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Relato: entrenamiento y carrera 10 km

¿Por qué corro? ¿Para qué? ¿Qué persigo? Son algunas de las preguntas que me he hecho durante mucho tiempo; mientras encuentro una respuesta, sigo corriendo. Esta pequeña reflexión viene a colación porque hoy estaré compitiendo en el Tecnológico de Querétaro representando al Tecnológico de San Juan en la prueba de 5 kilómetros. Por muy diversas razones, 2009 ha estado muy irregular en lo que se refiere a la carrera; en febrero me contracturé la espalda por no estirar los músculos adecuadamente, en abril me lastimé la rodilla jugando fútbol con mis alumnos de Arquitectura y en junio tuve que detenerme de nuevo por una gripe que amenazaba con ser influenza (enfermedad que, por cierto, pesqué en el festival Vive Latino, en la hermana República de Chilangolandia). En fin, que he estado sumamente irregular y, entre otras cosas, tuve que abortar mi idea de correr el maratón de San Luis Potosí en junio. Me lo había propuesto hace un año cuando corrí el maratón de León pero, cada vez lo sé mejor, uno propone y Aquel dispone.

Ahora la idea es retar a la influeza, al smog y a la inseguridad para correr el maratón de Chilangolandia el próximo 27 de septiembre. Todo lo que me sucedió este año y que me impidió tener regularidad en mis entrenamientos me demostró nuevamente algo que los corredores sabemos muy bien: los maratones y la carrera en general implican mucha disciplina no sólo para ser constante con los entrenamientos; se trata de una preparación y un cuidado constantes en muchos otros sentidos: actitud, alimentación, descanso y, especialmente, cuidarse mucho de lesiones y enfermedades.

El fin de semana realizaré un viaje relámpago a Chilangolandia para llevar el auto familiar (es lamentable su estado físico) con el mecánico de confianza de mi Pequeña. Creo que podríamos aguantar un rato más el coche en sus actuales condiciones, pero Sabina demanda que lo arreglemos inmediatamente (ni hablar, aún no nace y ya nos exige). En fin, que aprovecharé el viaje a la República de las Transas y el Smog (parafraseando a Alejandro Lora) para hacer entrenamiento de distancia, tres horas continuas, por las calles de esa bella y conflictiva metrópoli. Será ésta la primera de tres sesiones similares antes del 27 de septiembre.
Entre otras cosas, estaré comentando sobre mi preparación en este espacio; si algún despistado ha leído hasta aquí, le agradezco mucho la paciencia.
Hasta mañana (si Aquel lo permite).

lunes, 17 de agosto de 2009

Cuento: El roble junto a la hilera de álamos

El periódico está ya muy amarillento y con un fuerte olor a humedad. Este pedazo de papel que marca el inicio de algo tan importante en mi vida, nunca mereció de mi parte el haber sido enmarcado o por lo menos haberla envuelto con algún plástico. Siempre guardé esa hoja dentro de algún libro y desde hace un par de años se encontró entre las páginas 198 y 199 del Tomo III de México a Través de los Siglos, en la primera edición que presentó la editorial Cumbre. Cuando me he puesto a pensar en la razón por la cual no he dado algún trato diferente a esta hoja de periódico, es porque quizá no quería que nadie la viese, después de todo nadie me creería lo que significa en mi vida.

Estaba por cumplir cuarenta y ocho años; lo digo así porque es un hecho que no llegaré a cumplirlos. Los médicos me detectaron hace dos años cáncer en el hígado y todos los intentos por curarme han sido en vano. La enfermedad ha ido minando mis fuerzas de forma vertiginosa y sé que tengo muy pocos días de vida, siento incluso que tal vez únicamente algunas horas. Después de mucha insistencia de parte mía, hoy mi hija Mónica me contó que el doctor Sánchez le confirmó anteayer que definitivamente estoy desahuciado.

Para ser sinceros, yo esperaba que la profecía sobre mi muerte, precisamente antes de llegar a los cuarenta y ocho años, no se llegara a cumplir, pero no estoy más que confirmando que no se equivocaban cuando me lo dijeron. Aquel día me hicieron dos predicciones que se relacionaban con el final de mi vida; ambas se están cumpliendo con asombrosa precisión, aunque a decir verdad, no tendría por qué sorprenderme.

La hoja de periódico a la que hago referencia y que en estos momentos tengo tomada con mi mano izquierda mientras escribo con la derecha, contiene una noticia que apareció hace casi cuarenta años, es decir, cuando yo tenía escasos ocho años. La nota narraba que dos leones y un canguro se habían escapado de las jaulas de un circo que se presentaba en la ciudad de Querétaro. Uno de los empleados del circo estaba en estado de ebriedad y no aseguró correctamente los candados de las jaulas. La ciudad materialmente se paralizó aquel día pues los cuerpos de policía y bomberos, e incluso el ejército, estaban muy ocupados persiguiendo a los tres animales. Al final, se mencionaba que sólo fueron atrapados el canguro y uno de los leones después de mucho trabajo y alarma entre la población; el segundo león, al parecer el de más edad, había logrado escapar. Lo anterior era sumamente extraño porque la Alameda, en donde había sido visto por última vez, estaba completamente cercada por soldados. Una de las hipótesis que tenía el reportero, era que los soldados se habían descuidado y el león había salido de la Alameda; posteriormente, alguien lo habría capturado para después venderlo de contrabando a algún traficante de animales. Con este comentario termina la nota del periódico.

Mi padre, que era ingeniero, me había llevado a Querétaro por los días en que aquello sucedió para que juntos visitáramos distintas escuelas primarias de la ciudad, ya que el otoño siguiente me inscribiría en alguna de ellas. La empresa para la que él trabajaba lo había asignado a la construcción de una planta productora de papel que se instalaría en la ciudad. En aquel tiempo, nosotros vivíamos en la Ciudad de México; mi madre había fallecido hacía seis meses en un accidente automovilístico cerca de la casa donde vivíamos, razón por la que yo me encontraba muy triste. Mi padre pensó que el cambio de residencia me ayudaría a cambiar el ambiente que me recordaba a cada momento la trágica muerte de mi madre.

El día de la fuga de los animales, mi padre y yo estábamos en la Alameda; habíamos caminado toda la mañana por lo que me encontraba con mucha sed y me dolían los pies. Se lo hice saber a mi padre quien me pidió que lo esperara sentado en una banca al centro de la Alameda mientras él compraba algo para refrescarme.

Cuando se fue mi padre, había unas personas cerca de donde yo estaba sentado, poco después se retiraron y entonces me quedé completamente sólo. Contemplaba una hilera de hermosos álamos que estaba frente a mí cuando de pronto escuché pesados pasos que se aproximaban por atrás. Sentí mucho temor porque de inmediato supe que no eran los pasos de una persona. Giré la cabeza hacia atrás y el miedo me paralizó completamente cuando miré a un gran león aproximándose hacia mí. No puede siquiera gritar, había ido muchas veces al zoológico pero nunca había visto un león tan grande, o quizá no se veían tan grandes dentro de una jaula.

Conforme se fue acercando, su cabeza y su jadeante hocico quedaron a unos centímetros de mi rostro, incluso recuerdo como sentí su tibio aliento, el león me miró fijamente a los ojos, volteó hacia ambos lados, después hacia atrás y después se volvió a mirarme fijamente, como si buscara algo dentro de mis ojos. Entonces sucedió lo inesperado; con un fuerte tono de voz pero reflejando temor, el león habló — ¡Ayúdame por favor, me persiguen y si me atrapan me van a regresar al circo! — Yo no lo podía creer, un león me estaba hablando y me pedía ayuda.

— ¡Date prisa muchacho! Los soldados están muy cerca. ¡Por favor, no quiero regresar al circo, allí me maltratan mucho, estoy siempre encerrado y la comida es malísima! — Mi temor inicial se había transformado en asombro, pero finalmente mi lengua se movió para articular algunas palabras— ¿Cómo te puedo ayudar? Tan sólo tengo ocho años y no te podría esconder; además mi padre no tarda en venir.

— Existe una forma en la que me puedes ayudar— me dijo. Soy descendiente de una familia de leones sagrados de la India y hasta hoy no había encontrado un ser humano con el que pudiera hablar, pensé que nunca encontraría ninguno; cada función del circo, buscaba en las miradas de los espectadores para ver si encontraba lo que por fin hallé en tu mirada. Cuando vi tus ojos supe que tú eras de los pocos humanos con la capacidad de escucharme, lo cual me confirma también que puedes ayudar a esconderme. Simplemente tienes que pronunciar la palabra sacaralacastapio tres veces y me transformaré en un roble; lo malo es que tendré que quedarme aquí por siempre y sólo volver a ser león cuando tú vengas a visitarme. Aún así, prefiero eso que volver al circo ¡Rápido que ahí vienen!— Yo estaba tan desconcertado que no podía responderle nada, pero en su mirada se reflejaba verdadera angustia.

¡Se me olvidaba!— me dijo — A cambio del favor que me harás, cada vez que vengas a este lugar y pronuncies sacaralacastapio tres veces, yo me transformaré nuevamente en león, entonces podemos conversar y yo adivinaré tu futuro. Para que creas que tengo la facultad de ver tu presente, tu pasado y tu futuro, te puedo decir que tu papá es ingeniero y que viene de la Ciudad de México a trabajar en la construcción de una fábrica, también sé que tu madre murió trágicamente hace poco. La primera predicción que te puedo hacer es que tu padre y tú se quedarán a vivir definitivamente en Querétaro y aquí encontrarás consuelo por la pérdida de tu madre. ¡Rápido muchacho, mi tranquilidad y el que seas capaz de conocer tu futuro dependen de ti!

Me había repuesto de mi asombro. No sé cómo lo logré, pero a pesar de que aquella palabra parecía un trabalenguas, la logré pronunciar al segundo intento tres veces seguidas, tal como me lo había pedido el león. A partir de ese momento, un gran roble estaba junto a la hilera de álamos que hasta hacía unos minutos yo había estado contemplado. Poco después llegaron unos soldados y con ellos mi padre muy asustado, al verme de inmediato me abrazó y me preguntó si estaba yo bien; le contesté que sí. De inicio los soldados no lo habían dejado pasar diciéndole que había un león adentro, pero después de decirles que yo estaba allí, dejaron que los acompañara. De momento pensé en contarle al menos a mi padre lo que me había pasado, pero estaba tan seguro de que no me creería, que decidí no hacerlo. Ni yo mismo lo podía creer, ¿me lo habría imaginado? Lo que sí era un hecho, era que el roble no estaba allí cuando llegué.

El tiempo ha transcurrido con la implacable velocidad de un huracán. En los cuarenta años que han pasado desde aquel día, he ido a visitar al león en muchas ocasiones; sin embargo, cada vez lo hacía con menos frecuencia porque se volvía más difícil. La ciudad crece aceleradamente, de un día a otro está más poblada y es difícil que en la Alameda frente a aquel roble no haya ninguna persona para así poder pronunciar las palabras mágicas y saludar a mi amigo. En alguna de mis primeras visitas, me contó la historia sagrada de sus ancestros y que su nombre era Raahid. Conversábamos todo el tiempo que nos era posible y generalmente le pedía que me diese por lo menos alguna predicción sobre mi futuro; todas ellas, sin excepción, se han ido cumpliendo. Entre muchas otras cosas, Raahid me dijo que mi padre se volvería a casar con una mujer queretana a quien yo querría mucho y a la cual llegaría yo a considerar como mi segunda madre. También me dijo que tendría dos medios hermanos, los cuales tuve. Estando en la secundaria, una vez me dijo que sería ingeniero como mi padre y algún otro día me dijo la edad exacta a la que me casaría; todo ello se ha cumplido.

Confieso que varias veces traté de hacer cosas para que no se cumpliesen a cabalidad las predicciones de Raahid pero todos los intentos resultaron infructuosos; por ejemplo, en alguna ocasión me dijo que tendría una hija y que se llamaría Mónica. Cuando mi hija nació quise ponerle cualquier nombre distinto pero mi esposa insistió en que llevara el nombre de Mónica pues así se llamaba su abuela. Lo más que logré, fue que tuviera un segundo nombre. La bautizamos como Mónica Gabriela y yo me empeñaba en decirle a toda la gente que su nombre era Gabriela; pero nadie más que yo le decía así, todos la llamaron siempre por su primer nombre. Después de algunos años me resigné e incluso también para mi, su segundo nombre quedó sólo en sus papeles.

Intenté tener más hijos pero una enfermedad me provocó esterilidad pocos meses después de que nació Mónica, de esta forma se cumplió también la predicción de Raahid de que tendría únicamente una hija.

Estoy ya cansado de escribir mi relato, el dolor y el cáncer me consumen. Tengo las horas de vida contadas, muero joven tal como me lo dijo Raahid. Esta predicción no me la quería dar a conocer pero después de recordarle la amistad que teníamos aceptó decírmelo confesándome también que la palabra sacaralacastapio pronunciada tres veces seguidas, además de haberlo metamorfoseado a él en roble, nos ligaba a ambos de tal forma que los dos moriríamos justo al mismo tiempo. Desafortunadamente, por mi enfermedad no me fue posible ir a darle una última visita para que nos despidiésemos pero confío en encontrarlo nuevamente en algún lugar.

En estos momentos, Raahid, el roble que está junto a la hilera de álamos en el centro de la Alameda, también se muere. Sólo una predicción faltaba por cumplirse; al final de mi vida yo escribiría un cuento y alguien lo leería.

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miércoles, 12 de agosto de 2009

Cuento: El Acta

Se dio cuenta que no estaba cerrado con seguro y entró. Vio que su madre estaba en la cocina. – ¿Cómo es que no me escuchó mientras tocaba la puerta? – se preguntó Imelda. No le prestó atención, hacía varios días que su mamá estaba distante. Se encaminó directamente a su recámara, su cama estaba tendida. – Mamá no está tan enojada conmigo, tan es así, que hizo mi cama – pensó. Una vez más se puso a pensar en la razón por la que su madre seguía molesta con ella. Ese sábado había sido convencida por Carlos, su novio, de que se quedara más tiempo en la reunión en el departamento del Migue.

– Pero mínimo le hablo a mi mamá para avisarle que llego más tarde ¿no güey?
– Mejor no. Igual te calabacea como la otra vez, ya vez como es tu jefa de mamila. ¡Chingue su madre, así nada más!
– ¡Va! Pero después a ti te va a tocar echarle el rollo ¿eh?
– ¡Okas, no hay pedo! Aunque ya sabes que ella no me puede ni ver, pero no hay fijón.

Tocaron la puerta de la entrada. Imelda salió de su cuarto y antes de que su mamá cerrara la puerta, alcanzó a ver que era su amiga Jimena. Estaba segura que había ido a preguntar por ella y que su mamá la había negado. Ni el intento hizo por reclamarle, sabía que no le respondería nada, ya se estaba acostumbrando. Se sentía agobiada, ¿cuánto más duraría sin hablarle? Decidió salir a dar una vuelta; pasó por donde estaba Morris, el gato, quien atento la seguía con la mirada.

En la calle la gente iba cubierta, ella, apenas con una ligera playera. En la esquina no estaba ninguno de sus amigos, se encaminó al parque a ver si encontraba a alguien pero tampoco había nadie. Entristeció al sentirse tan sola; era algo que le pasaba con frecuencia, sobre todo últimamente. Pensó en hermana gemela, fallecida cuando nacieron ambas, allá, en Tijuana. ¿Cómo sería su vida si su hermana no hubiese fallecido? No hubiese crecido tan sola, tendría una amiga con quien jugar y compartir lo que sentía, lo que pensaba, lo que le pasaba. A veces lamentaba no haber sido ella quien se murió.

Estuvo un rato más sentada en la explanada central del parque, esperando que llegara alguien. Nadie, sólo el tamalero en su carrito y algunas personas haciendo ejercicio. Se acordó nuevamente de Carlos.

– ¡Ya no chupes güey! Acuérdate que me tienes que llevar a la casa.
– ¡Si nada más es una chelita, no mames!
– Si güey, pero ya cuantas llevas. Nada más para eso me quedo, siempre sales con tus mamadas. ¡Ya llévame a mi casa, güey!
– ¡No seas mamila! No pasa nada, nada más me termino ésta y nos vamos. No te encabrones.
– ¿Cómo chingados no me voy a encabronar? ¡Siempre lo mismo contigo! Ya dijiste, diez minutos como máximo o me largo sola.
– ¡Ya, ya! No me estés chingando. En diez minutos nos vamos.
– Y no creas que soy pendeja ¿eh? Ya me di cuenta que desde hace rato el Migue te está rolando la mota.
– ¡Ya estuvo bueno chingada madre! Ya te dije que en diez minutos nos vamos.

Pasados diez minutos, salieron del departamento. Él se tambaleaba al caminar, no era la primera vez que Imelda lo veía así. Se subieron al coche, en el CD se escuchaba la voz de Enrique Bunbury con Sirena varada; él trataba de hacerle plática pero ella no respondía nada; no insistió, sólo subió el volumen.

No habían hablado desde ese día. Imelda no entendía porque Carlos no dejaba la mariguana, ¿cómo es que ella sí había podido? Pensó que él sólo decía que sí para darle el avión, pero en realidad no la quería dejar. Lo malo era que cada vez fumaba más, además de que siempre estaba bebiendo. Ni los dos accidentes que había tenido, uno en la moto y otro en el coche de su papá, hacían que dejara los vicios. – ¡Ese güey no tiene remedio me cae!, nada lo hace cambiar y un día de estos a mi también me anda cargando la chingada junto con él – pensó.

Regresó a la casa. Se dio cuenta que su mamá ya no estaba porque la chapa grande estaba cerrada y no pudo entrar. Se molestó al pensar que su mamá no se percatara de que no se había llevado las llaves. – Estoy segura que las vio – pensó. – ¿Cuándo carajos se le va a quitar lo encabronada? Observó que la ventana de enfrente estaba medio abierta; fácilmente saltó y entró por allí. Mientras atravesaba la ventana pasó una patrulla, por suerte no la vio.

Su madre no había regresado. En la cómoda del pasillo encontró papeles revueltos, se acercó a hojearlos. Había varias cosas, certificados de escuela, un par de contratos de arrendamiento, varios recibos. Le llamó la atención un documento con fondo azul y lo comenzó a leer; era un acta de defunción donde podía leer el nombre de Rosa Imelda Rodríguez Serna. Hasta ese momento, nunca había sabido el nombre de su hermana fallecida. – ¡Qué ideas de mis papás! ¡Ponerme a mí el mismo nombre de ella! ¡Me cae que sólo a ellos se les pudo ocurrir algo así! – pensó. – ¿Cómo es que nunca supe el nombre que le habían puesto? ¿Por qué nunca me dijo mi mamá que nos llamábamos igual? ¿Por qué nunca se me ocurrió preguntar su nombre?

Con el acta en la mano, se sentó en el piso de la cocina, junto a la estufa donde su mamá había dejado una olla con agua hirviendo. Derramaba algunas lágrimas pensando en su hermana, quien, recién lo descubría, además de su gemela era su homónima. Se propuso que algún día iría a visitar su tumba en Tijuana. Se secó las lágrimas y leyó el acta con más atención. Un gélido viento le recorrió la espalda cuando se dio cuenta que no había transcurrido ni una semana de la fecha de defunción. De un salto se puso en pie. Sin dudarlo un instante, introdujo su mano en el agua hirviendo; no sintió nada. Volteó y se dio cuenta que, desde el comedor, Morris la miraba fijamente.

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domingo, 9 de agosto de 2009

Cuento: Sibila

Tocó el timbre repetidas veces pero nadie respondía. Era extraño, eran las once de la mañana y habitualmente a esa hora Manuel ya estaba en su consultorio. Javier dejó la caja en el piso para poder marcar desde su teléfono celular; halló el número que buscaba y lo marcó. Manuel contestó algo apresurado; le dijo que, en efecto, no se encontraba en el consultorio pero le pidió que lo esperara unos veinte minutos. Dejó la caja debajo de la sombra de un árbol y se sentó en el quicio de la puerta.

Abrió la caja y se quedó observando a la gatita. Estaba más tranquila que al principio pero de cualquier forma su mirada seguía reflejando tensión. Javier había convivido con muchos gatos desde su niñez y sabía distinguir, o al menos eso pensaba él, las emociones reflejadas en los ojos de los felinos. Mientras la observaba, vinieron a su mente algunos capítulos del libro de mitología grecorromana que leía por esos días. Justo el día anterior había aprendido que Sibila era un nombre genérico que se daba a las profetizas en Grecia y después en Roma. En ese momento decidió ponerle a la gatita el nombre de Sibila.

Mientras comenzaba a llamar a la gata por su nuevo nombre, seguramente el único que había tenido, acariciaba la cabeza de Sibila, quien respondía con tímidos ronroneos. Sibila era del tipo común de gatos atigrados pero con múltiples pinceladas de los más diversos colores. A Javier le llamó la atención desde que la vio pues nunca había visto a una gata tan “indefinida”; creía encontrar en ella todos los colores que un gato podía tener. Para matar el tiempo, se propuso el ejercicio mental de recordar todos los gatos que había conocido desde que era niño; cada vez que recordaba alguno buscaba el color o colores de ese gato en Sibila. Encontraba todos los tonos en ella; definitivamente, pensó, era una gata especial.

Mientras recordaba a Pepita, una gatita tipo siamés que le habían regalado a su hermana cuando Javier tenía ocho años, llegó Manuel. Se veía algo agitado; lo saludó, abrió la puerta y le pidió que pasara. Le platicó que había atendido de urgencia a un perro maltés que había sido atropellado pero que, afortunadamente, se encontraba fuera de peligro. Al tiempo que se lavaba las manos le comentaba que el perro había tenido suerte pues el accidente no le había dejado más que el susto y fuertes golpes pero ninguna fractura ni daño interno.

Después de escuchar, Javier le relató a Manuel la forma en que había encontrado a Sibila. Había llegado temprano al taller del maestro Silvano, su mecánico de confianza. Pensaba dejarle su coche para que lo revisara pues se venía jaloneando de forma extraña; quizá no era nada, pero Javier era muy precavido cuando se trataba de su auto. Mientras explicaba la falla, escuchó que algo se movía detrás de un viejo y oxidado motor en un rincón del taller; se asustó un poco y le preguntó al Güero, uno de los mecánicos, si sabía lo que era. El Güero le contestó que era un gato al que habían visto varias veces merodeando en el taller pero que ahora algo pasaba con él pues desde el día anterior no salía de aquel sitio; agregó que el maestro Silvano había dicho que si no salía en el transcurso del día, por la noche lo echaría a la calle pues no quería que se quedara allí. Javier se acercó al refugio del gato; al principio, éste le gruñó, pero pacientemente Javier se fue ganando su confianza hasta que lo pudo cargar para revisarlo. Observó que tenía unas heridas en el costado derecho.

Al levantarlo, también se dio cuenta que se trataba de una hembra. No quiso dejar a la gata allí; se angustió al pensar en que, como no se podría mover, la echarían a la calle y como seguramente estaba herida, tendría una dolorosa agonía que finalmente terminaría con su miserable vida. Le pidió al Güero una caja de cartón y metió en ella a la gata. Dejó su coche en el taller y tomó un taxi para dirigirse al consultorio de su amigo veterinario.

Manuel sacó de la caja a Sibila, quien no opuso ninguna resistencia. La colocó sobre la mesa de acero ubicada al centro del consultorio y la observó con detenimiento. Con ayuda del reflector, ambos pudieron ver con claridad que el costado derecho Sibila tenía un par de llagas semicirculares de unos dos centímetros de diámetro cada una, las cuales supuraban sangre y pus. El centro de ambas llagas era de un rojo intenso, mismo que se iba aclarando conforme se acercaba a las orillas. Con una lámpara, Manuel revisó también los ojos de la debilitada gatita, le midió la temperatura con ayuda de un termómetro rectal y finalmente le tomó el ritmo cardíaco.

El diagnóstico de Manuel fue definitivo; Sibila tenía leucemia. Manuel le explicó a Javier que la leucemia felina es un retrovirus, es decir, un virus que guarda su información genética como ARN. Cuando invade una célula, realiza una copia de esta información en forma de ADN, que penetra en el núcleo de la célula invadida y se integra con su material genético. El virus pasa así a perpetuarse en el organismo infectado. Aunque Javier no conocía tanto detalle, sí sabía que se trataba de una enfermedad muy común en los gatos. Probablemente, las heridas de Sibila habían sido causadas por alguna pelea con algún otro gato infectado con leucemia. Las heridas seguirían creciendo causándole una dolorosa muerte a Sibila, pues a consecuencia de la enfermedad, los tejidos dañados ya no se regeneraban.

No había mucho que pensar; el diagnóstico era muy claro. Lo mejor que se podía hacer era evitarle mayor sufrimiento a Sibila. Además, para Javier sería imposible hacerse cargo de la gata en caso de que se lograra salvar; él ya tenía en casa dos gatos que no aceptarían a un tercer gato adulto; pidió que Sibila fuera eutanasiada. Javier conocía bien a Manuel, por algo era el veterinario que atendía a sus animales desde hacía muchos años; sabía que él prefería siempre salvar a los animales antes de tomar la decisión de eutanasiarlos. Sin embargo, en este caso no había mejor alternativa.

En silencio, Manuel preparó y aplicó a Sibila la anestesia general para posteriormente inyectar la dosis letal en el corazón. En pocos segundos, Sibila vio extinguida su séptima vida reposando su esmirriado cuerpo en manos de Javier, quien no pudo contener sus lágrimas al ver que se apagaba la vida de un felino al que en menos de una hora le había tomado cariño. Javier abandonó el consultorio después de pagarle a Manuel sus honorarios.

Javier seguía trabajando en el gobierno municipal de San Luis como encargado del área de tesorería de la subdirección de tránsito. Sin embargo, a pesar de que había transcurrido varios meses, no podía olvidar a Sibila. Con relativa frecuencia venía a su mente el recuerdo de las supurantes llagas del costado derecho de la gatita. Ese par de semicírculos se le presentaban en sueños transformados por su subconsciente en los más diversos objetos: un par de balones de fútbol, manchas de humedad en la pared, cráteres en la luna o gotas de tinta en su ropa. Cualesquiera que fueran las circulares figuras, éstas siempre se convertían en las llagas del cuerpo de Sibila.

Javier se había acostumbrado a estos sueños hasta que, casi sin sentirlo, poco a poco se fueron espaciando hasta que después de casi dos años desaparecieron por completo. En ese tiempo habían sucedido cosas importantes en la vida de Javier; entre otras, había sido promovido a la dirección de área y nacía su primer hijo.

Una tarde, después de salir de la oficina, llevó a Sebastián, su hijo, a una consulta de rutina con el pediatra. A decir del médico, el bebé se iba desarrollando con normalidad. Mientras el doctor revisaba a Sebastián, Javier sintió un pequeño dolor en la boca del estómago; el médico vio que llevaba la mano al abdomen al tiempo que hacía un gesto de dolor y le preguntó si le pasaba algo. Javier le respondió que no era nada pero el doctor le recomendó que no dejara de atenderse; si quería, podía revisarse en la misma clínica terminando la consulta de Sebastián. Lo envió con el doctor Márquez, un médico gastroenterólogo cuyo consultorio estaba justo al lado del suyo.

El doctor Márquez revisó a Javier y mandó a que se tomara una tomografía. El estudio se realizaría en la misma clínica al día siguiente, Javier acudió puntual a la cita. Los resultados se le entregarían directamente al doctor Márquez, quien quedó en llamar a Javier en cuanto los tuviera.

El jueves de esa misma semana, Javier recibía la llamaba del doctor Márquez para que se vieran ese día. A las siete de la noche, Javier llegó al consultorio acompañado de Sara, su esposa. Con voz grave, Márquez les decía que no quería alarmarlos pero lo que había encontrado era de gravedad; todo parecía indicar que se trataba de un tumor cancerígeno en estado muy avanzado, los estudios complementarios y el tratamiento debían comenzarse de inmediato. Mostrándoles las imágenes de la tomografía, les señalaba la zona donde se podía ver que en el lado derecho del estómago de Javier se distinguía claramente la zona del tejido dañado como un par de formas semicirculares, cada una de aproximadamente dos centímetros de diámetro. El centro de los semicírculos era oscuro y se iba aclarando conforme se acercaba a las orillas.

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lunes, 3 de agosto de 2009

Cuento: La vaca y el manjuarí


Después de muchos años de búsqueda, al fin tengo en mis manos el diario de mi abuelo, mismo que pongo a disposición de cualquiera que lo desee consultar. Empezaré contando un poco sobre mi propia persona. Nací hace veintiocho años; soy la única mujer de una familia compuesta por ocho hermanos. Por varias generaciones, mi familia ha sobrevivido de la pesca y del campo.

Es importante hacer algunas precisiones para la mejor de lo que voy a contar. En el lugar donde nací existe un pez que se llama manjuarí, se trata de uno de los peces más primitivos del mundo. Se calcula que su antigüedad es de unos doscientos setenta millones de años; se le encuentra en la Ciénega de Zapata a unos cuarenta kilómetros de mi ciudad natal, Colón. Otra cosa que debo decir es que, como en muchos otros lugares, tenemos creencias particulares acerca de la vida y la muerte; una de ellas, es que los muertos regresan sobre el hombro de las vacas a finiquitar aquellos asuntos que dejaron pendientes en el mundo. Adicionalmente, en mi familia siempre se ha dicho que los hombres regresan sentados del lado derecho de la vaca y en el izquierdo si se trata de una mujer.

Uno de los miembros de mi familia, mi abuelo paterno, fue uno de los ochenta y dos barbudos que llegaron a bordo del Granma a la punta llamada Los Cayuelos, cerca de la Playa de las Coloradas, el 2 de diciembre de 1956, dando así inicio a uno de los movimientos revolucionarios más importantes de Latinoamérica. Poseo varias fotografías que he ido coleccionando a lo largo del tiempo en donde aparece mi abuelo acompañado por el Ché Guevara, Fidel Castro, Juan Almeida o Camilo Cienfuegos, entre otros.

En la página 456 del Tomo IX de la Historia de las Revoluciones Latinoamericanas, editada en Brasil en 1987, se describe con detalle la travesía del yate Granma desde las costas mexicanas de Veracruz hasta el desembarco en Cayuelos. A continuación, reproduzco textualmente un extracto referente a la travesía del Granma (la traducción del portugués al español no es la mejor):

El 1 de diciembre, luego de la media noche, uno de los combatientes trataba de localizar el faro de Cabo Cruz. Roberto Roque, el piloto, sube al techo del puente para tratar de divisar la luz del faro. Se sujeta al estay, pero de un bandazo del buque provocado por la mar de leva, Roque cae al mar. De inmediato comienza la búsqueda del tripulante en medio de la más completa oscuridad. Más de media hora durante la angustia, sin más orientación que un débil grito ocasional del hombre que, de completo uniforme lucha tenazmente por sostenerse sobre las olas. A bordo del Granma las esperanzas de rescatar al compañero accidentado se van desvaneciendo al dejar de escuchar los gritos de Roque.
-¿Pero este hombre se va a quedar aquí?- dice Fidel -. ¡No se puede perder este hombre! ¡No podemos perder un hombre, de ninguna manera! Y volviendo al capitán de la nave, Onelio Pino, pregunta:
-¿Qué rumbo traíamos? Navega un poco en esa dirección y vira luego exactamente en la dirección contraria.
Así se realiza la maniobra. Al subir en una ola, Roque ve como el buque avanza directamente hacia él. Ya próximo tiene que zambullirse y apartarse. Nada y se aproxima lo más posible que le permite la marejada. La oscuridad es total en la noche sin luna. “Pichirilo” – el expedicionario dominicano Ramón Mejía del Castillo -, enciende una linterna en la proa. Roque nada hasta alcanzar un cabo suelto.
La alegría a bordo es incontenible.

Puede verificarse esta anécdota en cualquiera de las múltiples crónicas que existen de lo sucedido a bordo del Granma durante aquellos días. Palabras más, palabras menos, todas ellas dicen lo mismo.

Hasta el momento, no he hecho más que proporcionar algunos antecedentes que permitan la mejor comprensión de la asombrosa forma en que mi abuelo, Roberto Roque, el heroico piloto del Granma, pudo cumplir la misión que se había propuesto. Lo que sucedió nunca fue contado a nadie, mi abuelo únicamente lo escribió en su diario personal, el cual, como dije al inicio, pude recuperar después de muchos años. Transcribo a continuación el texto fechado el 3 de diciembre de 1956. Las primeras líneas son completamente borrosas, reproduzco únicamente la parte legible:

“… una oscuridad total, no escuchaba nada más que el oleaje y el suave murmullo de lo que suponía eran algunas aves en su cacería nocturna. Pensé en una inminente muerte, era sabido que en aquella zona no era raro encontrar tiburones. No temía la muerte en sí, sólo que no deseaba que fuera de esa forma, en el mar, ahogado o devorado por los tiburones. Si había de morir, quería que fuera en combate, luchando por la Revolución, por la liberación de mi país del tirano de Batista. A lo lejos, pude divisar una tenue luz, supuse que se trataba de la cabina del Granma; éste se alejaba, la luz era cada vez menos visible, estaba cansado de mantenerme a flote y de gritar desesperadamente. Estaba realmente angustiado; pasaron por mi mente una vorágine de recuerdos: mi infancia en Colón, mis padres, Imelda, los años difíciles, los círculos clandestinos de estudio, la despedida de mis hijos y mi mujer para seguir a Castro, el asalto a la Moncada, los años de cárcel, la liberación, los planes, el viaje a México, las largas caminatas de entrenamiento, la adquisición del Granma, el embarque, la salida de Tuxpan, la búsqueda del faro, la caída al agua… Allí estaba yo, completamente a la deriva, inmerso en las gélidas aguas. Sentí de pronto un súbito jalón en mi pierna izquierda, sus colmillos penetraban y desgarraban mi carne, sentí como eran triturados mis huesos; un fuego abrazador recorrió todo mi cuerpo. Era el fin, me iba, lo sentí con claridad. En un instante estaba allí, con su esbelto cuerpo; era un manjuarí, no por nada era un pez tan viejo, había guiado a los muertos desde el principio de los tiempos. Me encontraba en el mar, completamente sumergido; pero no había oscuridad sino todo lo contrario. Una refulgente luz me permitía ver a todas las criaturas del mar. Iba montado sobre el manjuarí, podía ver su cuerpo cilíndrico y alargado semejante al de un reptil; abría la boca constantemente y podía ver sus tres filas de dientes pequeños, agudos, probablemente similares a los del tiburón que me había matado. Gracias a su largo cuerpo y a esa agilidad que seguramente le había permitido sobrevivir durante millones de años, escapando de sus depredadores, nos movíamos a través del agua a gran velocidad. Gocé mucho el viaje, ignoro cuanto habrá durado; de cualquier modo, el tiempo ya no importaba. El pez me dejaba finalmente en una playa; allí me esperaban mis padres, mis hermanos que habían muerto antes que yo; también estaba mi hijo Fidel, fallecido a los seis meses de edad y a quien habíamos bautizado en honor al Comandante. No hubo palabras, solamente seguí andando detrás de ellos. Caminamos mucho tiempo, quizá el equivalente a varios días. Al llegar a una explanada que se habría entre la selva, todos me rodearon; me miraban, se hacían señas entre ellos y hablaban una lengua que yo no era capaz de comprender. De pronto, toda la gente fue abriendo su formación para dar paso a una vaca; nadie la dirigía, aunque era un animal algo más grande de lo normal, por todo lo demás se trataba de una vaca como cualquier otra. El mamífero se me acercó y se colocó de tal modo que su costado derecho quedó exactamente de frente a mí. Nadie me tuvo que decir lo que estaba obligado a hacer, di un salto y monté sobre su hombro. La vaca se alejó de aquel sitio siguiendo la misma ruta por la que habíamos llegado, pero en dirección opuesta. Ignoraba a donde me llevaría, sólo comprobaba que lo que contaban los ancianos de mi tierra acerca de la muerte era cierto. La vaca avanzaba con un paso lento, aunque esta vez tampoco pude precisar alguna escala de tiempo. Llegamos a la playa y se detuvo; al comprobar que no caminaría más, salté y bajé de su hombro. La vaca miraba fijamente hacia el mar, comprendí que debía seguir avanzando. Caminé en línea recta hasta que fui cubierto completamente por el mar hasta el cuello; allí, a través del agua transparente, distinguí el esbelto cuerpo del manjuarí y lo monté de nuevo. Navegábamos con la agilidad de la primera vez, aunque sentí que el tiempo de recorrido fue menor. Sorpresivamente, con un movimiento ondulante me dejó a la deriva; sentí de pronto un intenso y húmedo frío recorriendo todo mi cuerpo. Moví con desesperación brazos y piernas, logré sacar la cabeza y exhalé una refrescante bocanada de aire. Allí estaba el Granma, muy cerca de mí. Pude ver el brillo de una linterna y de pronto una cuerda golpeó mi espalada; la tomé con todas las fuerzas que tenía. Escuché aliviado la inconfundible y gangosa voz de Pichirilo – ¡lo tengo, chico, lo tengo! –. Pude oír también…”

Hasta aquí llega lo que puede leerse en el diario. Las páginas siguientes han sido arrancadas, no pierdo la esperanza de encontrarlas algún día. Él no viviría mucho más tiempo, pero sí el suficiente para desembarcar en los Cayuelos, internarse en la Sierra Maestra y librar su última batalla. Murió como un héroe, en nombre de Cuba, de la Revolución y de su natal Colón.

FIN