lunes, 24 de agosto de 2009

Cuento: El espejo del baño

Se levantó con mucha pesadez, con la sensación de que sus pies estuviesen dentro de unos botes con concreto. La noche anterior había sido una de las más largas de su vida, casi tan larga como En busca del tiempo perdido de Proust. Había bebido como si fuera la última noche de su vida. No recordaba todo lo que pasó al final pero sí lo del principio; había salido de la oficina junto con dos compañeros; el metro estaba muy cargado, los tres decidieron esperar a que se despejara un poco. Entraron a la cantina donde eran sumamente conocidos porque allí veían los partidos de la selección. Comenzaron con un par de cervezas y luego él mismo los convenció de pedir una botella de Absolut Azul; le siguió una más y después otra.

Apagó el despertador del celular; fue al baño y se miró con detalle en el espejo, el espectáculo le parecía deprimente. Se sintió como un mapache salvaje al ver sus ojeras, como un perro shar-pei al ver su frente arrugada y un insecto al pensar en su propia vida. Se metió a la regadera, se bañó sólo con agua fría, era una especie de penitencia que él mismo se imponía. Sintió que en lugar de agua, lo que le caían eran cubos de hielo que le golpeaban la cabeza y los hombros. Salió de la regadera y abrió lentamente la llave izquierda del lavabo; espero que comenzara salir agua caliente mientras se seguía contemplando al espejo. Sentía que el baño con agua fría lo había cambiado, que una persona distinta había salido de allí, pensó que serían los efectos terapéuticos del agua fría. El lavabo comenzaba a humear, el agua estaba lista. Hizo un cuenco con sus manos y se humedeció las mejillas, la barbilla y debajo de la nariz; repitió el acto unas tres veces hasta asegurarse de que la zona estaba perfectamente humedecida y blanda. Tomó el rastrillo, el mismo que venía utilizando los últimos tres años y al que, cosa curiosa, nunca le había cambiado las navajas. Comenzó a pasar el rastrillo por su pómulo derecho, justo debajo de la patilla. Mientras deslizaba el rastrillo por su cara sentía algo raro, como si alguien lo estuviese observando. Cuando alzó la mirada para verse nuevamente al espejó vio que la imagen, su imagen, no tenía ningún rastrillo en la mano y además le devolvía una sonrisa burlona. De pronto, la imagen sacó el brazo derecho, le tomó la mano que sostenía el rastrillo y la presionó con violencia sobre su mejilla izquierda. De inmediato comenzó a correr sangre. Volvió a ver el espejo y allí estaba su imagen, sangrando y llevándose la mano a la herida. Se limpió con abundante agua, ya no caliente, sino fría, fue a su botiquín a sacar una botella con alcohol (recordó la segunda botella de vodka de la noche anterior) y con un algodón se limpió la herida. Poco a poco fue dejando de sangrar, aunque seguramente la herida tardaría en cicatrizar completamente. Se colocó un par de cintas, de esas que él conocía desde niño como curitas.

Había perdido como veinte minutos; vio el reloj del celular y se dio cuenta de que apenas le quedaba tiempo; ya no tendría tiempo para desayunar. Se dirigió al clóset, tomó una camisa blanca y se la puso. Seleccionó después la corbata azul, aquella que su madre le había regalado de navidad hacía un par de años. Fue al espejo del baño (era el único que tenía pues hacía un varios meses que había roto accidentalmente el de su recámara). Se anudó la corbata frente al espejo, levantó la vista para ver si el nudo estaba derecho; se sorprendió al ver que la imagen devuelta no tenía ninguna corbata puesta. Miró de nuevo hacia su pecho, allí estaba la corbata. Cuando levantó de nuevo la vista, recibió un puñetazo exactamente en el lugar donde estaban puestos los curitas. La herida comenzó a sangrar de nuevo, pudo ver claramente en el espejo como se manchaba de rojo tanto su rostro, como la camisa y la corbata. Tomó la botella de alcohol (ahora se acordó de la tercera de vodka) y la caja con los curitas. Repitió la operación que había realizado apenas media hora antes. Seleccionó otra camisa, también blanca, y otra corbata, también azul. Ya no quiso mirarse al espejo para comprobar que el nudo estuviera alineado.


Tomó un taxi. En la radio escuchó que pasaban de las nueve treinta de la mañana, su hora de entrada era a las nueve. Como siempre, el tránsito estaba muy cargado, tan cargado como los vodkas que se había servido, pensó. Eran las diez y cuarto cuando llegó a la oficina. Ramírez lo esperaba con una cara poco amigable. Le comunicó la noticia, la compañía había decidido prescindir de sus servicios. Le pedía que pasara de inmediato a recursos humanos por su liquidación. Ramírez, le dijo que no podía seguir tolerando esos retrasos al mismo tiempo que contemplaba su mejilla vendada.

Salió del edificio con su cheque en la mano. Lo primero que haría al cambiarlo sería comprar un espejo nuevo para el baño.



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