miércoles, 12 de agosto de 2009

Cuento: El Acta

Se dio cuenta que no estaba cerrado con seguro y entró. Vio que su madre estaba en la cocina. – ¿Cómo es que no me escuchó mientras tocaba la puerta? – se preguntó Imelda. No le prestó atención, hacía varios días que su mamá estaba distante. Se encaminó directamente a su recámara, su cama estaba tendida. – Mamá no está tan enojada conmigo, tan es así, que hizo mi cama – pensó. Una vez más se puso a pensar en la razón por la que su madre seguía molesta con ella. Ese sábado había sido convencida por Carlos, su novio, de que se quedara más tiempo en la reunión en el departamento del Migue.

– Pero mínimo le hablo a mi mamá para avisarle que llego más tarde ¿no güey?
– Mejor no. Igual te calabacea como la otra vez, ya vez como es tu jefa de mamila. ¡Chingue su madre, así nada más!
– ¡Va! Pero después a ti te va a tocar echarle el rollo ¿eh?
– ¡Okas, no hay pedo! Aunque ya sabes que ella no me puede ni ver, pero no hay fijón.

Tocaron la puerta de la entrada. Imelda salió de su cuarto y antes de que su mamá cerrara la puerta, alcanzó a ver que era su amiga Jimena. Estaba segura que había ido a preguntar por ella y que su mamá la había negado. Ni el intento hizo por reclamarle, sabía que no le respondería nada, ya se estaba acostumbrando. Se sentía agobiada, ¿cuánto más duraría sin hablarle? Decidió salir a dar una vuelta; pasó por donde estaba Morris, el gato, quien atento la seguía con la mirada.

En la calle la gente iba cubierta, ella, apenas con una ligera playera. En la esquina no estaba ninguno de sus amigos, se encaminó al parque a ver si encontraba a alguien pero tampoco había nadie. Entristeció al sentirse tan sola; era algo que le pasaba con frecuencia, sobre todo últimamente. Pensó en hermana gemela, fallecida cuando nacieron ambas, allá, en Tijuana. ¿Cómo sería su vida si su hermana no hubiese fallecido? No hubiese crecido tan sola, tendría una amiga con quien jugar y compartir lo que sentía, lo que pensaba, lo que le pasaba. A veces lamentaba no haber sido ella quien se murió.

Estuvo un rato más sentada en la explanada central del parque, esperando que llegara alguien. Nadie, sólo el tamalero en su carrito y algunas personas haciendo ejercicio. Se acordó nuevamente de Carlos.

– ¡Ya no chupes güey! Acuérdate que me tienes que llevar a la casa.
– ¡Si nada más es una chelita, no mames!
– Si güey, pero ya cuantas llevas. Nada más para eso me quedo, siempre sales con tus mamadas. ¡Ya llévame a mi casa, güey!
– ¡No seas mamila! No pasa nada, nada más me termino ésta y nos vamos. No te encabrones.
– ¿Cómo chingados no me voy a encabronar? ¡Siempre lo mismo contigo! Ya dijiste, diez minutos como máximo o me largo sola.
– ¡Ya, ya! No me estés chingando. En diez minutos nos vamos.
– Y no creas que soy pendeja ¿eh? Ya me di cuenta que desde hace rato el Migue te está rolando la mota.
– ¡Ya estuvo bueno chingada madre! Ya te dije que en diez minutos nos vamos.

Pasados diez minutos, salieron del departamento. Él se tambaleaba al caminar, no era la primera vez que Imelda lo veía así. Se subieron al coche, en el CD se escuchaba la voz de Enrique Bunbury con Sirena varada; él trataba de hacerle plática pero ella no respondía nada; no insistió, sólo subió el volumen.

No habían hablado desde ese día. Imelda no entendía porque Carlos no dejaba la mariguana, ¿cómo es que ella sí había podido? Pensó que él sólo decía que sí para darle el avión, pero en realidad no la quería dejar. Lo malo era que cada vez fumaba más, además de que siempre estaba bebiendo. Ni los dos accidentes que había tenido, uno en la moto y otro en el coche de su papá, hacían que dejara los vicios. – ¡Ese güey no tiene remedio me cae!, nada lo hace cambiar y un día de estos a mi también me anda cargando la chingada junto con él – pensó.

Regresó a la casa. Se dio cuenta que su mamá ya no estaba porque la chapa grande estaba cerrada y no pudo entrar. Se molestó al pensar que su mamá no se percatara de que no se había llevado las llaves. – Estoy segura que las vio – pensó. – ¿Cuándo carajos se le va a quitar lo encabronada? Observó que la ventana de enfrente estaba medio abierta; fácilmente saltó y entró por allí. Mientras atravesaba la ventana pasó una patrulla, por suerte no la vio.

Su madre no había regresado. En la cómoda del pasillo encontró papeles revueltos, se acercó a hojearlos. Había varias cosas, certificados de escuela, un par de contratos de arrendamiento, varios recibos. Le llamó la atención un documento con fondo azul y lo comenzó a leer; era un acta de defunción donde podía leer el nombre de Rosa Imelda Rodríguez Serna. Hasta ese momento, nunca había sabido el nombre de su hermana fallecida. – ¡Qué ideas de mis papás! ¡Ponerme a mí el mismo nombre de ella! ¡Me cae que sólo a ellos se les pudo ocurrir algo así! – pensó. – ¿Cómo es que nunca supe el nombre que le habían puesto? ¿Por qué nunca me dijo mi mamá que nos llamábamos igual? ¿Por qué nunca se me ocurrió preguntar su nombre?

Con el acta en la mano, se sentó en el piso de la cocina, junto a la estufa donde su mamá había dejado una olla con agua hirviendo. Derramaba algunas lágrimas pensando en su hermana, quien, recién lo descubría, además de su gemela era su homónima. Se propuso que algún día iría a visitar su tumba en Tijuana. Se secó las lágrimas y leyó el acta con más atención. Un gélido viento le recorrió la espalda cuando se dio cuenta que no había transcurrido ni una semana de la fecha de defunción. De un salto se puso en pie. Sin dudarlo un instante, introdujo su mano en el agua hirviendo; no sintió nada. Volteó y se dio cuenta que, desde el comedor, Morris la miraba fijamente.

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