martes, 15 de septiembre de 2009

Relato: Hora de abrir

Son las nueve de la mañana, hora de abrir la puerta. No se abre sólo una puerta, se abre también un mundo de esperanzas e ilusiones. Ambos están juntos, de allí parte su fortaleza. Muchos recuerdos se amontonan en sus mentes y, por qué no decirlo, también en la mía. Haciendo una línea de tiempo, los primeros son los infantiles. Jugábamos los dos al salón de belleza. Con dos padres dedicados a eso, no podía ser de otra manera. Supongo que algún día la tucé a ella, o ella a mí, no lo recuerdo con certeza pero estoy casi seguro de que debió pasar. Íbamos los domingos al salón de mi papá para que nos cortara el pelo. Yo esperaba que se lo cortaran a ella para decirle: "te cambió la cara". Realmente cambiaban nuestras caras, las caras de toda la gente. ¿Cuántas veces se cortará el pelo una persona en su vida? Vamos a ver, pensaré en mi caso. Supongamos que voy a la peluquería cada mes y medio, esto me da unas ocho veces al año. Si vivo, digamos, setenta años, entonces estamos hablando de quinientos sesenta cortes de cabello a lo largo de mi vida. (El cálculo que acabo de hacer me recordó a Kundera y La insoportable levedad del ser, cuando Tomás calcula la cantidad de compañeras sexuales que ha tenido a lo largo de su promiscua vida, llegando a una fabulosa y envidiable cantidad). Los cortes de cabello que nos vamos haciendo reflejan el paso del tiempo y el transcurrir de nuestra vidas. Basta con recorrer con la mirada viejas (y no tan viejas) fotografías para darnos cuenta de la forma en la que nos marcan. Si llevásemos la cuenta precisa de ellos, indudablemente tendríamos un inventario completo de nuestro efímero paso por el mundo.

Recuerdo los días en que Fer o yo nos íbamos "a trabajar" a Princess. Mi papá nos llevaba de vez en cuando, cuando había vacaciones, para que estuviésemos en el salón. Recuerdo bien un par de ocasiones, aunque seguramente fueron muchas más. Ella también fue varias veces. Más tarde, ya adolescente, de catorce a quince años, yo estuve en el salón por un período bastante más prolongado. Fue durante la época que esperaba entrar a la prepa. Había salido en junio de la secundaria y en aquel tiempo debía esperar hasta noviembre para entrar a mi nueva escuela, así era el calendario de mi bendita UNAM. Durante buena parte de aquellos meses estuve trabajando en el salón, dando mis primeros pasos para aprender el oficio. Ángeles, una de las empleadas, me dio las primeras lecciones: aprendí a colocar carretes, técnicas básicas para cortar el cabello y aplicación de líquidos para no sé cuantas cosas. La idea era aprender para dedicarme a ese oficio, de tal forma que a futuro lo combinara con los estudios. No iba mal la cosa, llegué a hacer un par de cortes de cabello, mis primeras víctimas fueron Alfonso el conserje del edificio y Aldo, un vecino. ¿Qué pasó después? No lo recuerdo bien. En algún momento le dije a mi papá que ya no quería seguir porque "prefería hacer cosas más difíciles". De eso se acuerda él muy bien porque a veces mencionaba la anécdota cuando me veía haciendo algún trabajo o proyecto de la facultad. Yo creo que más bien fue la hueva, era más cómodo seguir siendo hijo de papi y dedicarme sólo a estudiar, que combianar el estudio con el trabajo. Bien decía mi abuela que "al trabajo y a los cingadazos no cualquier huey le entra". En ningún momento contemplé dejar de estudiar, así que entonces decidí dejar de trabajar. Después de aquel intento, seguí siendo hijo de papi y no volví a trabajar sino pasados cinco años, cuando en tercer semestre entré a trabajar a mi primera obra para ratificar o rectificar mi decisión de seguir estudiando ingeniería civil.

Quien no dudó fue ella. Comenzó a ir al salón terminando la preparatoria. Decidiría uno de tres caminos distintos: estudiar ingeniería en sistemas, ser educadora o dedicarse al oficio paterno. Nadie puede saber si fue la mejor decisión pero estoy seguro que cualquiera que hubiese sido, ella habría tenido éxito. En principio, se dio un año para probar el trabajo en el salón. Su primera maestra también fue Ángeles; no sé si ella pensaría que Fer abandonaría el oficio en el intento de la misma forma que lo hizo su anterior pupilo. Nada más lejos de la realidad que aquello. Fue el oficio que decidió adoptar para convertirlo en una verdadera profesión, en un arte, en un modo de vida. Sin embargo, aunque su decisión estaba tomada, siempre guardó en su mente el deseo de estudiar una carrera universitaria. He de decir que, muchos lo sabemos, además de trabajadora, Fer es una persona sumamente inteligente. Años después, decidió estudiar la licenciatura en administración. Su desempeño escolar fue extraordinario. Ya había demostrado su capacidad en la prepa y ahora tomaba revancha con la licenciatura. Su mérito fue triple: mientras estudiaba, nunca dejó de trabajar en el salón y además de eso, cargó con una enfermedad que a cualquiera hubiera tumbado; claro, a cualquiera menos a ella. Justo en la universidad fue alumna de quien hasta la fecha ha sido su compañero de vida, un verdadero regalo de Dios. Un hombre en toda la extensión de la palabra, un ser humano excepcional. Ricardo ha estado siempre con ella, animándola y apoyándola en todos los momentos en los que ha sido necesario.

Cuando Fer terminó de estudiar y se tituló con mención honorífica (no podía ser de otra forma), le renunció a mi papá. Además de que por diversas circunstacias la relación laboral y personal entre los dos estaba muy desgastada, ella deseaba forjarse un camino propio. Comenzó a buscar colocarse en algún salón para continuar con su preparación y seguir aprendiendo. En algún momento platicamos y le ofrecí algo: asociarnos y poner juntos un salón. Así lo hicimos. Leémbal fue uno de mis intentos por tener un negocio propio pero, al margen de lo que sucediese, era la oportunidad para que ella se independizara. Allí estaba presente, como siempre, mi mamá. Iniciamos los tres con mucho ánimo, juntos repartíamos volantes vestidos con nuestras camisetas rojas en Avenida Cuauhtémoc y Eugenia. Por diversas razones, la cosas no se dieron como nosotros hubiésemos querido. En algún momento decidimos abandonar ese local; recuerdo el sábado en que salimos a caminar para platicarlo. Ella lloraba amargamente, se sentía muy desanimada, decepcionada. Hice lo que pude por consolarla; por mi parte no había ningún problema, siempre había camino por recorrer. Se desmontó el equipo de aquel local y se mudó a casa de mi mamá, allí continuó operando el salón; en aquel momento, estoy seguro que esa fue la mejor alternativa posible. Allí, juntas, Fer y mi mamá, han sacado adelante hasta ahora el negocio y lo han visto crecer.

Han pasado más de cinco años. Hoy, Fer y Ricardo abren la puerta de su salón, de un nuevo proyecto. Una oportunidad, un sueño, una ilusión y un merecido premio a la constancia, a la entereza, a la disciplina, al amor que se tienen y a la fe que comparten. Compañeros en las buenas y en las malas. Muchas cosas han pasado desde aquellos días en los que Ricardo le daba clases de matemáticas a la alumna más dinosáurica de la Universidad Tecnológica Americana. Dios los bendice a ambos, pase lo que pase con este nuevo proyecto, ambos cuentan con lo más importante: se tienen el uno al otro.

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