martes, 1 de septiembre de 2009

Relato: Temporada de lluvia

Al inicio no llovía, sólo chispeaba. Decidí salir. Pude haberme quedado sin ningún problema; tenía “derecho” a un día descanso pues el día anterior participé en la carrera de diez kilómetros del Tec de Monterrey en Querétaro. Hice una buena competencia; tenía mucho tiempo que no bajaba de los cuarenta minutos y ese día logré completar el recorrido en treinta y ocho minutos con treinta y cinco segundos, mi mejor marca en muchos años. Sólo aquella vez en una carrera en el centro de la Ciudad de México, cuando tenía diecisiete años (ya llovió), poco antes de mi accidente en bicicleta, había logrado un mejor tiempo. Aquella vez cronometré treinta y siete minutos y medio, si no mal recuerdo. En esa época, abandoné las carreras de cinco y diez kilómetros para enfocarme a las competencias en pista de cuatrocientos y ochocientos metros.

Mientras la intensidad de la lluvia crecía y aceleraba el paso junto con Pupa y Lucas, me fui transportando a algunos momentos en el pasado en los que existieron ligas importantes entre mi afición por correr y la lluvia. A cada paso, Pupa, Lucas y yo pisábamos con firmeza la tierra mojada del camino por el que todos los días entro a los campos de cultivo de San Isidro y a la ribera de lo que queda del Río San Juan. Hace ya más de un año que corro por allí con objeto hacerlo acompañado por mis perros. La primera vuelta de cinco kilómetros siempre es con Lucas y Pupa, y la segunda, con Mateo y Chapis. De hecho, fue justo en ese lugar y haciendo lo mismo, corriendo con los perros, que Mateo llegó a mi vida para quedarse.

Estaba en la prepa, sería el año ochenta y nueve o el noventa por lo que tendría dieciséis o diecisiete años. Lo hice había hecho muchas veces, pero en especial tengo grabado aquel día. Desde la primera vez que lo experimenté, no he perdido la oportunidad para repetirlo. Aquella tarde comenzó a llover, me asomé por el balcón y el cielo nublado me indicaba que el momento era propicio. Con los shorts y los tenis puestos, llamé a Spencer, quien de inmediato acudió a mi llamado; tomé su correa, la aseguré a su collar y salí del departamento. El parque está a tres cuadras de la casa de mi mamá, así que no tardé ni cinco minutos en llegar. Quité el seguro de su correa y ambos vimos como la gente abandonaba el parque; mientras a los demás la lluvia les obligaba a retirarse, a nosotros nos llevaba a aquel lugar. No tardó en convertirse en una tormenta de esas que los habitantes de la Ciudad de México conocen muy bien. Mi bebé y yo éramos los únicos mamíferos en el parque (iba a decir que los únicos seres vivos, pero los insectos y las plantas también los son). Aunque corriendo con mi bebé perdí por completo la noción del tiempo, calculo que durante un lapso de cuarenta minutos o un hora, me olvidé del mundo y me sentí más vivo que nunca sintiendo como la lluvia me golpeaba el rostro, las piernas y los brazos. Mi fiel amigo, sólo se separaba de mí cuando algún olor le invitaba a retrasarse o adelantarse por unos segundos. Dejé de correr cuando la intensidad de la lluvia comenzó a declinar; poco a poco bajaba de mi nube y regresaba al mundo real. Spencer, al igual que yo, estaba completamente empapado pero feliz; en su mirada pude ver el éxtasis de aquella carrera vespertina bajo la lluvia que ambos compartimos.

Seguía trotando, los charcos con lodo eran cada vez más grandes y profundos. Procuraba evitar algunos mientras que otros los pisaba con fuerza. El olor es embriagante; la tierra mojada, los cultivos de maíz y alfalfa, y el agua del río cantando al lado de nosotros. Fue justo el olor a tierra, lo que me transportó varios años atrás, un par de años después de aquella carrera con Spencer. Estábamos entrenando en Ciudad Universitaria y era, como ahora, temporada de lluvia. El cielo estaba muy cargado, la lluvia era inminente. Comenzábamos a entrenar a las cuatro de la tarde; siempre iniciábamos con un trote de calentamiento previo antes de los estiramientos musculares de rigor. Dadas las condiciones del tiempo, Irma, mi entrenadora, dio a todos la opción de entrenar en le bodega; en lugar de entrenar en la pista, podíamos hacer ejercicios de fortalecimiento utilizando los colchones y demás equipo. Yo no dejaría pasar la oportunidad de sentirme vivo, como tantas veces, corriendo bajo la lluvia. Le pedí a Irma mi entrenamiento de pista para ese día: me asignó repeticiones de cuatrocientos metros; creo que dieciséis, con descanso de dos minutos entre cada una. Una vez más, a gozar y sentirme en comunión con el mundo. Sobre la pista de tartán sentía como mis pasos penetraban los charcos que se formaban al tiempo que las gruesas gotas golpeaban mi cuerpo. Después de pocos minutos, la playera me estorbaba; me la quité. Me quedé únicamente con short, calcetas y tenis; de buena gana me habría quitado toda la ropa (no lo hice porque estimaba mucho a mis compañeros de equipo, ¿qué necesidad tenían ellos de contemplar mis miserias?). Al igual que cuando lo hacía con mi bebé en el parque y en las múltiples ocasiones en que he corrido bajo la lluvia, la sensación de comunión con el gran jefe y con la naturaleza es maravillosa. Aquella vez en la pista pude contemplar el vapor que expedía mi cuerpo al ser enfriado por el agua.

Muchos otros recuerdos se traslapaban en mi mente mientras recorría los campos: la vez que, también en Ciudad Universitaria, trotábamos en el Jardín Botánico y un rayo cayó a pocos metros de donde pasábamos Fátima, Carballo, Pepe Piña y yo. Recuerdo también que en 2006, en la pista del Sope, en el bosque de Chapultepec, mientras entrenaba para el maratón de la Ciudad de México, bajo la torrencial precipitación me quité la playera y seguí mi entrenamiento, para vergüenza de la Pequeña. Ya instalado en San Juan, muchas veces he corrido de esa forma en el cerro de la Venta, en el parque de los Guzmán o en cualquier calle. De esta forma, aprovecho la temporada de lluvia para recordar que, en efecto, pertenezco a este mundo y conservo un fuerte vínculo con Dios y la naturaleza.

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